El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158 2018

El principio de separación de poderes o, más estrictamente, el de separación de funciones estatales asignadas a diferentes órganos públicos, es una técnica constitucional que, en su formulación original, buscó evitar la concentración del poder estatal, típicamente las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales en las mismas manos, dado que, siguiendo la máxima de Lord Acton, y como lo demostraron los más diversas proyectos autocráticos a lo largo de la historia, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente”. Gracias a la contribución del constitucionalismo norteamericano se volvió inescindible del principio de pesos y contrapesos (checks and balances). Con todo, y en medio del proceso constituyente, resulta pertinente volver sobre el sentido de este principio —que está a la base de un enfoque negativo del constitucionalismo—, para repensarlo a la luz de las exigencias del constitucionalismo positivo y de las tensiones y desafíos que enfrenta en el siglo XXI, lejos de su conceptualización inicial en los siglos XVII y XVIII.

Desde una perspectiva histórica, se ha buscado su origen en reflexiones de teóricos como Aristóteles y Cicerón. Con todo, solo cobra relevancia ante el absolutismo. Y si bien encontramos como antecedente inmediato la distinción de John Locke en su Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690), entre los poderes ejecutivo, legislativo y federativo, debemos a Montesquieu, en su De l'esprit des lois (1748), su formulación más conocida, esto es, la distinción entre poderes ejecutivo, legislativo y judicial, independientes entre sí, aunque en la búsqueda de equilibrio. En efecto, medio siglo más tarde, la Declaración de Derechos del Hombre (1789), en su artículo 16°, dispondrá que: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, y la separación de poderes determinada, carece de Constitución”.

Ahora bien, el Federalista (Hamilton, Madison y Jay, escribiendo bajo el seudónimo de Publius), en medio de la discusión de la ratificación de los estados de la Constitución norteamericana de 1787, sofisticó y complementó este principio sobre la base de la fórmula de separación de poderes con pesos y contrapesos (checks and balances). En el ensayo N° 47 Publius sostiene que “la acumulación d etodos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean estas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de tiranía”. Para ello, sostendrá en el N° 51, “la gran seguridad contra una concentración gradual de los diversos poderes en el mismo departamento de gobierno consiste en dar a quienes administran cada rama los medios constitucionales necesarios y los motivos personales para resistir la intromisión de los otros”. Así, “la ambición debe contrarrestar la ambición”.

En consecuencia, el principio de separación de funciones estatales nace como un principio constitucional que tiene por objeto evitar la concentración del poder político; no busca separar o dividir la soberanía o el poder, sino distintas funciones en diferentes órganos, con el objeto de que se contrapesen y fiscalicen mutuamente, y el objetivo final, para el liberalismo decimonónico, es que no se afecten de manera indebida los derechos y libertades individuales.

El constitucionalismo contemporáneo, en décadas recientes, sin desconocer la dimensión negativa del principio y sus objetivos (valiosos), propone una reinterpretación del mismo a la luz de un constitucionalismo positivo (un buen ejemplo, N.W. Barber, 2018). Bajo esta formulación, que busca complejizar y enriquecerlo, se trata de un principio constitucional que promueve la cooperación entre distintos órganos que intervienen en la consecución del interés público (objetivo común) y en la que cada uno utiliza sus capacidades institucionales para lograrlo (división del trabajo). Pero también existen elementos de fricción que son necesarios y que tienen por objeto: (a) prevenir los errores en que cada uno pueda incurrir en el desarrollo de su labor y (b) sobrepasar la división del trabajo asignada para alcanzar el bien común. Estos se asocian a mecanismos de autodefensa institucional.

Por un lado, mecanismos de autodefensa negativos, esto es, poderes o atribuciones entendidos como “escudos”, diseñados para proteger a las instituciones o a sus funcionarios de los ataques de otras instituciones, generando esferas de inmunidad. Por ejemplo, la inviolabilidad parlamentaria en el Congreso frente a demandas o querellas, o la no reducción de los salarios judiciales por parte de los poderes políticos/legislativos. Asimismo, mecanismos de autodefensa positiva, es decir, poderes como “armas” o “espadas” que permiten que una institución pueda sancionar o amenazar a otra, especialmente frente a una intrusión (o intento de) en sus funciones. Por ejemplo, quién decide en última instancia la aprobación de los recursos fiscales o la atribución del Presidente de disolver la cámara política o el Congreso.

Para el constitucionalismo positivo esta interpretación más compleja y rica del principio descansa en una valoración moral positiva del Estado y su rol en la búsqueda del interés público —bajo la Constitución vigente en nuestro país sería el cumplimiento de la finalidad de búsqueda del bien común consagrada en el art. 1 inc. 4 CPR—. A la base destaca, por ejemplo, un concepto de libertad individual más amplio que el que se desprende de su sentido negativo, y asume la necesidad de garantizarlo también en su dimensión positiva, esto es, asegurando condiciones materiales exigentes básicas para el ejercicio de las libertades negativas (y que asociamos a distintos modelos y técnicas constitucionales: Estado Social, derechos sociales, principios directivos, etc.).

Alguna doctrina ha llegado incluso más lejos, planteando que se trata de un principio, que fue una eficaz “solución tecnológica” al problema de la concentración del poder en el siglo XVII y XVIII, pero que hoy debe reconfigurarse de manera intensa. Por ejemplo, Ackerman (2007) propone hacerlo mediante una estructura más compleja y nuevos poderes: un “poder supervisor de la integridad burocrática”, que escrutar gobierno en relación con problemas de corrupción y abusos similares, así como un “poder supervisor dela regulación”, que obliga a la burocracia a justificar la creación de reglas adicionales. A lo anterior suman “poder supervisor de la democracia”, que busca salvaguardar los derechos de participación de cada ciudadano; un “poder de justicia distributiva”, que se concentra en la provisión económica mínima para aquellos ciudadanos menos capaces de defender sus derechos políticamente, y un Tribunal Constitucional dedicado a la protección de los derechos humanos fundamentales.

En fin, pensando en la redacción de una Constitución del siglo XXI —el desafío de la Convención Constitucional—, son diversos los factores que tensionan la lógica interna del principio de separación defunciones sobre la base de pesos y contrapesos si solamente la pensamos en su lógica original, estática y no evolutivamente. Pensemos, por ejemplo, en los modelos presidenciales en los que el poder legislativo termina básicamente concentrado en el Presidente (hiperpresidencialismo), o en el surgimiento y masificación de las agencias regulatorias independientes, esto es, órganos administrativos, técnicos, con grados altos de autonomía frente a los poderes políticos, habilitados para ejercer funciones regulatorias, sancionatorias, adjudicativas y cuasi jurisdiccionales, que también rompe la lógica interna del principio.

Además, podemos destacar que, aunque pensado esencialmente como un componente para disciplinar al Estado —lo supone—, su lógica ha buscado extenderse a los más diversos ámbitos. Parece pacífico como técnica de distribución de poder territorial o espacial con más o menos intensidad (desde estados unitarios descentralizados hasta regionales y federales en el otro espectro), se trata, sabemos, de la forma jurídica de Estado. Más complejo resulta en los órganos supraestatales, aunque ahí suele utilizarse bajo la fórmula del principio de subsidiariedad competencial para materializarlo. Aún menos pacífico es su uso para distinguir entre ámbitos de actuación del Estado y la sociedad civil (y el mercado), o incluso, como base conceptual para prevenir la concentración del poder económico, cuestión que algunos consideran una amenaza equivalente a la concentración de los poderes públicos.

En consecuencia, el principio de separación de poderes, o, en términos más estrictos, de separación defunciones en distintos órganos, de cara a la elaboración de la nueva Constitución, requiere volver a ser repensado sobre una conceptualización más compleja y sofisticada que, sin desconocer sus orígenes, evolución y vigencia, desde el constitucionalismo liberal y negativo —sanamente escéptico del poder—.

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