El Mercurio

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¿Cómo se puede evaluar la relación entre el Derecho y el matrimonio? ¿Qué criterio empleamos para discernir si el reconocimiento jurídico de una realidad es adecuado? ¿Cuándo una distinción jurídica se vuelve una discriminación arbitraria e injusta? La pregunta racional sobre el eventual carácter discriminatorio de la heterosexualidad como exigencia del matrimonio debe estar precedida por una pregunta sobre la racionalidad del Derecho y de las instituciones jurídicas.

Pues bien, el Derecho es orden al bien común, y las instituciones jurídicas son ordenaciones particulares de ciertas realidades según los fines que las determinan o definen y según cómo colaboran con el bien común. Ello incluye tomar en cuenta condiciones objetivas de los sujetos que participan en ellas. Por esto es crucial preguntarse cuál es el fin del matrimonio y qué condiciones objetivas exige a sus participantes.

Hasta ahora, se había entendido que el matrimonio es una amistad que se especifica por su disposición y apertura a la generación de la vida de otro ser personal, fundando aquella comunidad de padres e hijos que es la familia (cuya importancia social es la razón de que el Derecho proteja especialmente el matrimonio). Por ello se asumía que exige la natural complementariedad procreativa de la unión personal de un varón y una mujer (que trasciende, sin dejar de integrarla, su sola dimensión biológica; y que, por ello, no puede ser transformada esencialmente por las innovaciones de la tecnología reproductiva). Pues bien, si aquel es el fin del matrimonio, no hay discriminación arbitraria en la exigencia subsecuente.

De aquí que el proyecto en trámite supone una redefinición del matrimonio por la sustitución de sus fines: se transforma en la institucionalización de sentimientos afectivos, eventualmente asociados al uso de la sexualidad (uso igualmente desprovisto de fines racionales). Pero, entonces, deberíamos preguntarnos por qué razón el Derecho habría de proteger especialmente esta unión: porque lo cierto es que, si se tratase solamente de la institucionalización de afectos, no tendría sentido la protección especial del matrimonio por el Derecho (como tampoco tiene sentido proteger especialmente el noviazgo, o cualquier otra especie de unión puramente afectiva).

Sin embargo, son las propias aspiraciones de quienes defienden el matrimonio 'igualitario' las que contradicen esta redefinición: su empeño en mantener la asociación entre matrimonio y familia, y su exigencia de que incluya la adopción, son manifestaciones claras de que, en el fondo, permanece la vieja racionalidad de los fines. Se reconoce, implícitamente, que el matrimonio existe para fundar una familia, que es comunidad de padres e hijos, y que esta es la razón por la que debe ser protegido jurídicamente.

Pero ahora se quiere este fin sin el límite de las condiciones objetivas de los sujetos: no parece importar ya la natural complementariedad del varón y la mujer. Incluso parece que la biología puede ser reemplazada por la técnica, y que la voluntad no debiera estar sometida a la realidad, ni los sentimientos a la razón. El Derecho, al parecer, no debería más que servir a la absoluta e indiscriminada autonomía individual.

Pero los argumentos en favor del carácter heterosexual del matrimonio son fuertes y tienen el respaldo de siglos de tradición jurídica y filosófica. Para una reforma tan radical no basta el ambiguo recurso a la 'libertad y la no discriminación', ni menos el reemplazo de la racionalidad del Derecho por un voluntarismo absoluto.

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