El Líbero

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¿Existe alguna relación entre la Constitución y el miedo? Aunque la pregunta puede parecer extraña a primera vista, su consideración no resulta trivial si se tiene en cuenta que, tal como se suele afirmar por los expertos, dicho estado emocional tiene una influencia muy poderosa en las decisiones que adoptan las personas, algo que, por cierto, habría de tenerse en cuenta en la configuración de la norma fundamental de un ordenamiento institucional.

De hecho, se ha afirmado que si se revisa el origen de las constituciones en Occidente, se aprecia que él puede vincularse a los esfuerzos por establecer límites al poder público y controlar el riesgo de ejercicio abusivo del mismo. Es decir, reducir el temor frente a la arbitrariedad de quien detenta dicho poder. En el caso de un orden democrático, la cuestión resulta, quizás, aún más relevante. En efecto, si de lo que se trata es de establecer procedimientos que permitan a quienes integran la sociedad (y tienen visiones distintas), adoptar pacíficamente decisiones respecto de los asuntos públicos, un elemento clave para que ello sea posible radica en reducir el temor a perder una votación, de manera que se pueda estar dispuesto a participar en ella, sin saber previamente y a ciencia cierta cuál va a ser su resultado.

Si quienes integran la sociedad asumieran que perder una votación puede traducirse en consecuencias gravísimas (por ejemplo, la privación de la vida, de la libertad o de los bienes), es muy difícil que estuvieran dispuestos a someterse a dicho proceso, pues el riesgo de contarse entre los derrotados devendría en inaceptable. Se ha dicho, en este contexto, que el funcionamiento de la democracia requiere de ciertas garantías básicas, y que la Constitución juega un rol fundamental en ello, desde el momento que viene a asegurar que los poderes que tendrán quienes resulten ganadores serán los que están previamente definidos (ni más, ni menos), y que su ejercicio se ajustará a un marco preestablecido, lo que evitará la arbitrariedad del vencedor (por popular que pueda ser), y asegurará el respeto al perdedor (por más impopular que resulte).

Desde esta perspectiva, una Constitución no busca, ni puede buscar, a diferencia de lo que se señaló en alguna campaña en las recientes elecciones de gobernadores en nuestro país, que “el miedo cambie de bando”, sino que, muy por el contrario, ella pretende que él sea reemplazado, en todos, por la confianza en que el poder público estará sujeto a reglas, independientemente de quien lo detente. Se trata, en último término, de asegurar, tal como habrían dicho los clásicos, el gobierno de las leyes o el Estado de Derecho, como se planteó modernamente.

Estas consideraciones parecen particularmente relevantes con vistas al proceso constituyente que se ha iniciado entre nosotros. Ello, desde el momento que resulta posible afirmar que él impone, por su propia naturaleza, a quienes conformen la mayoría dentro de la Convención y, especialmente, a quienes ocupen los cargos de dirección de la misma, la obligación de asegurar que el proceso se llevará adelante garantizando a todos (incluidos aquellos que están en minoría), las mismas posibilidades de participar y expresar sus opiniones, y el mismo respeto. A fin de cuentas, el encargo que se ha confiado a los convencionales no tiene que ver con saldar cuentas con el pasado, sino con proponer unas reglas que permitan una mejor convivencia en el futuro de todos quienes integran la sociedad. Ese es el compromiso que han asumido con el país, y no parece estar de más recordarlo.

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