Mercurio Legal 

Jose Francisco Garcia 158x158
En medio del debate constituyente toma fuerza la idea de avanzar hacia un “nuevo” Estado. Con todo, no se trata de una idea unívoca y es más bien objeto de diversas lecturas. Hay tres especialmente relevantes. En primer lugar, la que la vincula al debate sobre Estado subsidiario/Estado social (suele omitirse de esta díada la alternativa del Estado democrático de Derecho). Segundo, aquella que la asocia al modelo de descentralización —la forma jurídica de Estado en sentido técnico, y en este caso el paso hacia un Estado unitario descentralizado o incluso regional—. Hay todavía una tercera lectura que está adquiriendo mayor notoriedad: un nuevo Estado como sinónimo de un nuevo Estado administrador y regulador. Ello se asocia a una nueva manera de pensar el gobierno y la administración, los principios rectores del Estado Administrador, el empleo público, la relación entre la administración y los administrados, el estatuto de los servicios públicos, de las agencias administrativas independientes, entre otros. Esta tercera dimensión es la que me interesa examinar en esta columna y describir algunos de los principales elementos que han surgido en el debate público.
 
El punto de partida de esta conversación —como todas las del debate constitucional que se avecina— debe ser la búsqueda de un equilibrio virtuoso entre, por un lado, aprovechar los consensos y avances políticos y técnicos que se han producido en las últimas décadas en torno al proceso de modernización del Estado, sus objetivos, dimensiones específicas, gradualidad, etc. —esto es, no es un debate que comienza de cero— y por el otro, asumir que la (nueva) Constitución es sólo el comienzo del camino —aunque uno fundamental— en la construcción de una arquitectura que quedará entregada en los detalles a su concreción legislativa y de política pública. 
 
Ahora bien, ¿cuáles arreglos institucionales específicos comienzan a perfilarse como relevantes? 
 
En primer lugar, la necesaria separación (y precisión) entre los estatutos del gobierno y la administración pública, incluyendo los principios y mandatos constitucionales que guiarán a esta última en su cometido. Por supuesto, ello se enmarca en una decisión mayor acerca del régimen político (donde las propuestas apuntan desde un presidencialismo clásico o moderado hacia diversas formas de parlamentarización del presidencialismo, llegando a un semipresidencialismo al estilo francés en el extremo, con varias combinaciones híbridas entre medio). Con todo, es creciente el consenso en torno a que la Administración Pública debiese tener un nuevo conjunto de reglas, distintas de las del gobierno, enfatizándose su autonomía técnica, idoneidad, excelencia, acceso por concurso, etc., junto con los principios de eficacia, eficiencia, coordinación, transparencia, probidad, etc. Ello también importa tomar otras decisiones relevantes, por ejemplo, respecto del estatuto del empleo público (Rajevic, 2018Informe CEP et al, 2018, y García-Huidobro, 2021), que se ha visto, por lo demás, en los últimos años, especialmente tensionado con los conflictos interpretativos entre la jurisprudencia constitucional, judicial y administrativa (Cordero, 2020).
 
Derivado de lo anterior, un segundo elemento que comienza a recibir creciente atención a nivel programático (HorizontalInstituto Igualdad) y académico (Linazasoro, 2018 o el reciente seminario Derecho UC), es el derecho a la buena administración pública, que, aunque con variaciones interpretativas, busca garantizar a los ciudadanos servicios públicos de calidad y en tiempo oportuno, un conjunto de garantías en torno al procedimiento administrativo, el derecho a la reparación del daño causado por el Estado, o incluso un modelo efectivo de silencio positivo frente al retraso en la toma de decisiones por parte de la autoridad administrativa.
 
En materia de Estado Regulador, comienzan a tomar forma discusiones en torno a la constitucionalización de las garantías del debido procedimiento administrativo o de la potestad administrativa sancionadora (Gómez, 2020); la incorporación de un estatuto o reglas de habilitación y directrices constitucionales para la actividad regulatoria del Estado (las agencias administrativas y entes autónomos); racionalizar las autonomías constitucionales de naturaleza administrativa (Rajevic, 2021); la incorporación del análisis de impacto regulatorio ex ante y ex post (Ferreiro, 2021); entre otras.
 
Un elemento final a destacar, de carácter transversal, dice relación con el uso de la ciencia y la tecnología al servicio del Estado y servicios públicos de excelencia. En el constitucionalismo comparado ya es posible ver reglas que apuntan a que el Estado utilizará las mejores soluciones tecnológicas disponibles y la evidencia científica más reciente para que su funcionamiento sea eficiente, elevar los estándares de los servicios públicos, y mejorar la transparencia de los asuntos públicos y promover la igualdad de oportunidades.
 
En fin, quedan todavía en el tintero una serie de otros componentes que comienzan a tomar fuerza en medio del debate sobre nuevo Estado o Estado Administrador 2.0 tales como el control de los actos de la administración, el impacto del proceso de descentralización, la configuración constitucional de los servicios públicos, o incluso, la forma en que se aborda el estatuto del Estado Empresario. 
 
Es cierto, hay un natural escepticismo —una potencial “desesperanza” como ha sostenido la Decana Aninat—  acerca de por qué esta vez sí podremos llegar a buen puerto en un tema de aparentes amplios consensos políticos y técnicos, pero que ha tenido nula o baja prioridad política bajo gobiernos de diversos signos políticos. Una y otra vez, la modernización del Estado sucumbe ante otras prioridades. La economía política de la reforma, sus costos, se impone como una ley de hierro. Quizás la diferencia es que esta vez la narrativa del “nuevo Estado” parece ser una de las dominantes en medio de las principales narrativas constitucionales de cara a la Convención Constitucional. Es también funcional a otras narrativas predominantes. En efecto, está a la base de la discusión acerca de las condiciones institucionales que permitirán materializar cualesquiera consensos se generen en torno a principios, derechos o directrices en materia social (especialmente los denominados derechos prestacionales). O, la idea de contar con una Administración Pública y servicios públicos de excelencia, eficaces, eficientes, transparentes, y que sean ejemplo de meritocracia, idoneidad y probidad en el acceso y ejercicio de la función pública, para enfrentar así, los serios problemas de debilidad institucional, corrupción, el empleo público como “botín partisano”, etc.