El Mercurio / La Nación de Argentina

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Coautor Pablo María Garat Decano de la Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica Argentina.

Ingresando a la tercera década del siglo XXI nos encontramos inmersos en la más cruda de las paradojas —en verdad una tragedia global—, que exhibe como pocas veces en la historia de la humanidad hasta qué punto el ser humano puede extraviarse en relación con su naturaleza y fin trascendente. Mientras, por una parte, enfrenta con todos los adelantos de la ciencia algo tan antiguo como una peste universal, por la otra decide sin tapujos promover el descarte —según la expresión del Papa Francisco— de los niños por nacer, los ancianos y los enfermos terminales.

Solo una separación del tronco valórico de nuestra civilización cristiana puede explicar que se introdujera la legalización de estas prácticas. No es casual que la Rusia soviética fuera el primer país occidental en legalizar el aborto (1920), y que la Alemania nazi desarrollara la eugenesia (desde 1933) y la eutanasia (desde 1939). Por ello, tanto el nazismo como el comunismo soviético se yerguen tácitamente como precursores históricos en el tratamiento de estas materias.

Desde la segunda mitad del siglo pasado, el embate de esta calamidad se ha desarrollado sin pausa. Baste recordar las discusiones relacionadas con la introducción del aborto en las décadas de 1960 y 1970, y las controversias antropológicas que se amplificaron con el correr de los años, al punto de que en 1995 San Juan Pablo II, en su encíclica Evangelium vitae, denunció la existencia de una 'cultura de la muerte', en pugna con la 'cultura de la vida'.

La defensa de esta última recoge la continuidad de los pilares de nuestra tradición jurídica en torno a la realidad del ser humano, a partir de una cosmovisión antropológica que reconoce su dignidad intrínseca, así como la promoción y protección integral de la familia, como comunidad social esencial.

En coherencia con lo anterior, se ha desarrollado en nuestra civilización una tradición política que rechaza la idea de que el gobierno del Estado no reconozca ninguna sujeción a una ley superior moral y jurídicamente obligatoria. Baste recordar, a modo de contrapunto, cómo en la Grecia clásica la célebre invocación de la Antígona de Sófocles a leyes 'no escritas e inquebrantables' combatía la obediencia ciega a las órdenes injustas de la autoridad; cómo San Agustín sostenía en su De libero arbitrio que 'no se ve que sea ley la que no es justa'; y, asimismo, cómo en numerosos ordenamientos jurídicos de nuestros días se invocan categorías amplias para declarar la nulidad de actos estatales injustos.

Consecuentemente, una grave responsabilidad pesa sobre las autoridades que participen en el procedimiento destinado a la elaboración y sanción de leyes que resulten inicuas por desconocer la dignidad intrínseca del ser humano. Y aun si estas llegaran a promulgarse, corresponde afirmar, sin dudarlo, que ellas no obligarán en conciencia a sus destinatarios y, correlativamente, se engendrará un derecho-deber de resistir a su cumplimiento, que en ocasiones se reconocerá por los ordenamientos jurídicos bajo la forma legal de una objeción de conciencia contra una norma inicua.

En fin, la alteración de los referidos criterios de justicia debe interpelar fuertemente a todos los sectores de la sociedad comprometidos con la vida y la familia. Trabajar por el restablecimiento del imperio del derecho es un deber insoslayable, aunque ello tarde décadas o incluso siglos, y aun cuando la labor probablemente nunca llegue a estar totalmente cumplida.

Porque esta 'cultura de la muerte' se extiende a muy distintos ámbitos. Hoy no solamente está asociada al exterminio de los inocentes y de los frágiles, como aparece a primera vista, sino también a múltiples y variadas pretensiones que, unidas por una soberbia que cada vez más parece desconocer todo límite, surgen como inspiradas por la imagen del 'homo deus', sustituto —o más bien sucedáneo— de Dios. Así, también se relaciona con la rebelión contra la naturaleza, con la pretendida 'deconstrucción' del matrimonio y la familia, con el tránsito desde una 'ideología de género' hacia una eventual 'dictadura de género', con la negación de los derechos prevalentes de los padres en la educación de sus hijos y con la descomposición estructural del tejido social natural.

Frente a todo ello, una vez más, el Derecho, tal como lo heredamos de nuestra civilización, debe dar la respuesta que se corresponde con la naturaleza del ser humano y la sociedad. La tarea es inmensa, pero no hay que desfallecer. Solo la persistencia en la verdad, siempre unida a la caridad, permitirá que el Derecho prevalezca frente a la 'cultura de la muerte'.

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