La tercera

sebastian lipez escarcena 96x96

Profundamente aburrido, como solía estarlo en clases de Derecho Civil, escuché un buen día a mi profesor del ramo decir: “el Derecho Internacional no existe, pero no se lo cuenten a los que enseñan ese curso”. Eso me dejó intrigado. Mientras el catedrático de marras reía socarronamente, junto a los infaltables adulones que hay en todo grupo que tenga jefe, yo pensaba: “¿Y los tratados, y las organizaciones internacionales… qué?” Algo no cuadraba. ¿Cómo es posible que yo, en mi ignorancia de esos años, pudiera ver esto, y el supuestamente ilustrado académico, no se diera cuenta de lo tosco que sonaba su chiste? La conclusión del antiguo ministro de la dictadura, quien por entonces fungía de profesor universitario, obedecía a una tesis que ya expusiera John Austin en 1832, aunque él no lo supiera. Según ésta, el derecho está constituido por mandatos generales del soberano apoyados en la amenaza de sanciones. Esta postura, positivista como pocas, no fue compartida ni por Hans Kelsen, el jurista de esa línea más famoso en América Latina. Que Austin la planteara en la primera mitad del s. XIX se puede entender, pero que a fines del s. XX siguiera apareciendo en las aulas de esta finis terrae daba para ponerse a pensar.

¿En qué? Pues nada menos que en el proverbial desconocimiento que se ha tenido del derecho internacional, el cual llega hasta nuestros días. No se trata de ponerse a teorizar al respecto, pero sí de recordar un par de cosas que conviene tener presente, especialmente ahora que entramos en un proceso constituyente, en el que todo tipo de flautistas van a intentar encantarnos con su música populista para llevarnos a su caverna, como a los niños de la fábula situada en esa pequeña ciudad sajona, que nosotros conocemos como Hamelín. Al igual que en todo derecho público, uno de los principales objetivos del Derecho Internacional es limitar el poder estatal. O sea, trazar un coto donde las autoridades públicas puedan actuar legítimamente. Esto no solo ordena y orienta al Estado, sino que le ofrece seguridad jurídica a los particulares, que somos todos los que interactuamos con éste, de una u otra manera. El Derecho Internacional tiene otros beneficios, además. Si hoy podemos comprar todos esos productos que vienen de afuera, y de los cuales dependemos mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer; si existe la posibilidad que nos desempeñemos en trabajos que no existían antes de que las empresas que los ofrecen llegaran a Chile; si podemos vender o prestar servicios en una economía variada y dinámica como la actual; en fin, si es posible viajar por turismo, estudios, trabajo o incluso para emigrar, es porque hay acuerdos internacionales que lo permiten. En ellos se basa este mundo globalizado que damos por sentado y que es claramente perfectible, como todo lo humano. Que ustedes me lean en las pantallas de aparatos electrónicos de última generación, todos importados, utilizando servicios de internet que dependen de complejos sistemas computacionales e infraestructura ad hoc para que funcionen, también tiene que ver con el Derecho Internacional, para bien o para mal.

Sin embargo, es en períodos convulsos donde más se hace evidente la relevancia crítica que tiene el derecho internacional en nuestras vidas, por más que no la podamos percibir tangiblemente en el día a día. En la cíclica historia latinoamericana, las revueltas y su desorden parecen estar esperándonos en cada recodo del camino. A través de estas, los sempiternos agitadores de masas tratan de llegar al poder. Rápidamente emerge un caudillo carismático que les sirve de mascarón de proa, cuando no de espolón. Una vez en el trono presidencial, el tirano multiforme comienza a fagocitar una a una las instituciones de nuestras débiles repúblicas democráticas. Cualquiera sea la bandera revolucionaria o reaccionaria que se enarbole, se llega entonces a una dictadura que se apoya en bayonetas, para beneficio exclusivo de la elite de turno. Con todas sus imperfecciones, el derecho internacional está ahí para limitar el poder de ese tirano y su cofradía de bandidos, recordándoles que no es absoluto, que pertenece a una sociedad más amplia que la nacional, y que el ahora maleable derecho interno no puede adquirir cualquier forma. Ya saben: cada vez que escuchen o lean a alguien que se opone de plano al Derecho Internacional, o propone utilizarlo á la carte, como ya se empieza a ver en estos días, desconfíen. No importa que la argumentación que viene a continuación sea rudimentaria o aparentemente sofisticada. Háganlo por la simple razón de que, en última instancia, el Derecho Internacional nos protege de las dictaduras. De todas, vengan de donde vengan.

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