Mercurio Legal

alejandro vergara blanco uc

…Nuestras constituciones han conjugado el valor de la independencia judicial con las acusaciones constitucionales contra magistrados exigiendo el respeto funcional a las decisiones judiciales, pero separándolo de la conducta individual de los jueces...

El Senado, actuando como jurado, rechazó la acusación constitucional que en contra de una ministra de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, por su participación en una Comisión de libertad condicional. Ello, no obstante que la Cámara de Diputados había declarado previamente su admisibilidad como cuestión previa y había dado lugar a la acusación.

 Una mayoría de senadores desestimó que la magistrada acusada hubiese incurrido en una conducta constitutiva de notable abandono de deberes, con lo cual se pronunció sobre el mérito de la acusación, desoyendo así múltiples reclamos en cuanto a la admisibilidad de la misma por una eventual afección a la independencia del Poder Judicial. Casi todos los diputados y senadores concurrieron con sus votos a esta instancia. Cabe recordar que son escasa estas acusaciones contra magistrados. En fin llama la atención la conducta de algunos diputados y senadores, quienes en este caso actúan como juez de jueces, al abstenerse de votar. Me refiero a esos tres aspectos.
 
Primero, la acusación como instancia democrática, no afecta la independencia del Poder Judicial y es legítimo que miembros del Congreso Nacional puedan promover, conocer y, en su caso, declarar una acusación constitucional en contra de magistrados, por su conducta individual. Es lo que ocurrió en esta ocasión en que ambas ramas del Congreso actuaron en este caso de un modo raramente circunspecto, con notable respeto a la acusada. No obstante, conocieron en su mérito la acusación, desestimando los múltiples reclamos de inadmisibilidad por una supuesta afección a la independencia judicial. Esos reclamos provinieron no solamente de la defensa de la acusada sino también de la Corte Suprema y de algunos senadores, al fundamentar su voto. Se agrega en este sitio la opinión de José Miguel Aldunate, quien incluso llega a afirmar que sería «obvio» que estas acusaciones son una amenaza a esa independencia y constituir una «presión indebida»; si bien entre medio aporta interesantes criterios respecto de las acusaciones, pareciera sugerir que ella son inadmisibles.
 
¿Son correctos estos reclamos en medio de nuestra democracia? Me parece que no, por las razones que señalo, de modo sintético; las que pueden ser complementadas por la lectura de mi Informe entregado a la Cámara de Diputados sobre esta cuestión (*).
 
Al respecto, no cabe duda que los jueces cumplen un rol esencial en nuestra sociedad, pues ponen término a los conflictos, sus decisiones están dotadas del efecto de cosa juzgada y la propia independencia judicial está consagrada para resguardarla. Lo recalca el novísimo capítulo XV de la Constitución que conmina a la Convención Constituyente a respetar las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas. Cabe recordar además que la acusación constitucional contra magistrados fue incorporada en las primeras constituciones republicanas. La fórmula y causal del notable abandono de deberes, fue obra de la Constitución de 1833, a cuyas sombras estuvo Andrés Bello, como sabemos, quien bien pudo ser el autor intelectual de esta figura. 
 
Desde entonces, todas nuestras constituciones han conjugado el valor de la independencia judicial con las acusaciones constitucionales contra magistrados exigiendo el respeto funcional a las decisiones judiciales, pero separándolo de la conducta individual de los jueces. La protección de la cosa juzgada, si se observa bien, está dirigida solamente a las decisiones, lo que no significa una eventual impunidad del juez que eventualmente abandona notablemente sus deberes. La reciente decisión del Senado es, me parece, una reafirmación de la legitimidad democrática de este mecanismo.
 
Lo que está detrás de la decisión institucional de tolerar la intromisión del Congreso Nacional en la conducta individual de los magistrados es que nuestras constituciones, desde antaño, han querido dejar entregado su juzgamiento a dos instancias: 
 
i) por una parte al propio Poder Judicial; y, 
 
ii) por otra, al Congreso Nacional. 
 
Perfectamente nuestras constituciones pudieron dejar entregada esta materia solo al Poder Judicial, de manera interna, pero es indudable que se estimó insuficiente la superintendencia directiva y correccional de la Corte Suprema para juzgar la conducta ministerial en casos de grave y notorio abandono de deberes de los magistrados, quizás para evitar un exceso de autarquía, evitando así que entre esos propios magistrados pudieran llegar a tolerarse conductas de abandono de deberes que no resulten tolerables para la sociedad. Ese es el delicado papel que el Congreso Nacional, como representante del pueblo, cumplió en esta ocasión.
 
Segundo, deseo referirme a la escasez de acusaciones constitucionales contra magistrados. Atendida la historia de esta instancia, cabe preguntarse por qué ha habido tan pocas acusaciones contra magistrados de los tribunales superiores de justicia. Al respecto, cabe señalar que hay dos extremos observables:
 
i) el hecho concreto de que casi no existen acusaciones contra magistrados podría hacer pensar que los magistrados de los tribunales superiores tienen un alto o perfecto cumplimiento de sus deberes o que internamente la Corte Suprema ha logrado que ese cumplimiento de deberes siempre se obtenga de un modo superlativo por todos y cada uno de los magistrados. ¿Es eso real? Es algo que cabe analizar con mayor detención, pero la escasez de acusaciones es lo que explica el fenómeno que hoy observamos: cada vez que se presenta una nueva acusación, surge una especie de sentimiento de ataque a la independencia judicial, lo que es un error de percepción. Cabe prevenir de este equívoco, entonces: no porque sean escasas las acusaciones ellas significan un quebranto a la independencia del poder judicial. Si esas acusaciones están dirigidas a conductas concretas de magistrados concretos, y no tocan sus decisiones, son perfectamente admisibles.
 
Pienso que esta escasez se debe a una especie de abandono de sus deberes de la Cámara de Diputas y el Senado, al no tener esta función de supervigilancia de los magistrados como una tarea institucional más habitual. No existen comisiones permanentes al respecto; no existen asesores permanentes sobre la materia.
 
ii) ¿Acaso son perfectos los magistrados de los tribunales superiores de justicia? Nuestras constituciones han sido más realistas y han prefigurado las acusaciones constitucionales, precisamente por la naturaleza humana de los magistrados: sería extraño que una función entregada a personas, como toda actividad humana, no llegara a originar en alguna ocasión conductas alejadas de lo esperado, como es el tipo hipotético del notable abandono de deberes.
 
En una democracia, entonces, todos los órganos de la institucionalidad, y las personas que cumplen labores en tales órganos, como en este caso los magistrados de los tribunales superiores de justicia, están, deben estar, sujetos al escrutinio del público, y la Constitución le ha entregado al Congreso, una vez más, la representación del pueblo en este escrutinio, mediante las acusaciones a los jueces, pero sin tocar ni romper el delicado equilibrio de la cosa juzgada, de la independencia judicial y de las atribuciones de la Corte Suprema.
 
En fin, como tercer punto, debo referirme a la conducta minoritaria en que incurrieron algunos diputados y senadores, al abstenerse de votar la acusación. Ello pareciera romper un deber constitucional esencial de la actividad jurisdiccional de los órganos del Estado, como es la inexcusabilidad. Tal deber está consignado expresamente respecto de los jueces, pues de otro modo la sociedad no obtendría la paz social y término de los conflictos, que es su bien más preciado y justifica la labor jurisdiccional. Diputados y senadores que se abstuvieron en esta instancia en que la Constitución los llama a actuar como jurado, juez de jueces, quebrantaron su deber de tal. Se trata del viejo imperativo del non liquet [no dudes] dirigido a todo aquel que actúa como juez, pues la sociedad clama por la pacificación, y el conflicto debe ser resuelto mediante una decisión concreta; la abstención es lo contrario a ello.