Capital

rodrigo delaveau96x96

En primer lugar, en relación al Legislativo, el proyecto de ley para reformar el sistema electoral aumenta los diputados de 120 a 155, y de 38 a 50 los senadores. En la actualidad, el 26,6% de los diputados pertenece a la Región Metropolitana. La iniciativa legal pretende elevar dicho porcentaje a un 30,3%. Esto no debiera sorprender, dado que ella concentra alrededor del 39% de la población del país. El punto es que el porcentaje de representación poblacional de Santiago en el Senado también se eleva de un 10,5 a un 14%. Así, el proyecto actual maximiza solo una variable –la poblacional– aumentando el peso relativo de Santiago y profundizando aún más la asimetría jurídica existente entre regiones, generada en la reforma constitucional de 1989.

La pregunta relevante, entonces, es cómo compatibilizar la representación poblacional con la representación territorial que permita la igualdad política entre las regiones. En esto no hay que ser muy rebuscado. Muchas democracias avanzadas han entendido que, con el objeto de que las grandes concentraciones urbanas no pasen a llevar al resto del país, el elemento poblacional se debe equilibrar con un principio democrático bastante razonable: la igualdad política de los territorios que conforman un Estado y su dignidad como integrantes de un país unitario, pero compuesto de diversas realidades geográficas, sociales, económicas y culturales, donde la Cámara representa población y el Senado territorio.

En segundo lugar, en relación al Poder Judicial, el centralismo es más estructural que circunstancial. Dicho poder del Estado tiene el mismo diseño jerárquico, cuasi-militar, desde hace prácticamente 200 años. Muchos de los nuevos jueces deben iniciar su carrera desde los tribunales más remotos, donde la única manera de mejorar sus ingresos es ir acercándose progresivamente al centro, quizás pretendiendo terminar algún día en la Corte Suprema.

Este diseño está plagado de malos incentivos, ya que no existen mecanismos para retener a buenos jueces que no tengan influencias, contactos o habilidades comunicacionales para lograr ser incluidos en las ternas generadas por el propio Poder Judicial, pero que al final del día dependen de la decisión del gobierno de turno. Cómo no va a ser posible repensar una función donde los jueces puedan quedarse en un determinado tribunal y donde solo tengan que competir cada cierto tiempo para renovar su cargo, y no necesariamente someterse a la competencia de codazos y besamanos para escalar en la pirámide. Ello no solo beneficia al juez económicamente, sino a las comunidades no metropolitanas que podrían retener a buenos jueces con más experiencia.

Finalmente, de vuelta al Poder Ejecutivo, poco servirá la elección democrática de los intendentes, si ello no va acompañado de autonomía para generar y administrar sus propios recursos. Esto tampoco pasa por los repetidos clichés regionalistas de retener cierta parte de lo que generan, sino también por asumir los costos y desafíos de la responsabilidad que ello involucra.

Al respecto, parece increíble que nadie haya echado mano de un formidable mecanismo constitucional que permite una excepción del razonable principio de la no afectación de los tributos. Dicho mecanismo consiste en que puede autorizarse que lo recaudado por tributos que gravan actividades o bienes que tengan una clara identificación regional o local, pueda ser aplicado por las autoridades regionales o comunales para el financiamiento de obras de desarrollo (entendiendo por éstas, obras reales como parques, museos, hospitales, plazas, etc. y no "fondos" de discutible y difícil administración). ¿Cuántas "demandas regionales", léase de zonas mineras, de regiones australes con proyectos hidroeléctricos, industriales, forestales u otros, nos habríamos ahorrado como país mediante este mecanismo?

Sin los incentivos correctos, toda reforma en pos de descentralizar se transformará en una regionalización escenográfica, anecdótica y pasajera. A fin de cuentas, el centralismo constituye una de las formas más imperceptibles, y quizás por eso más perversas, del estatismo. La división territorial del poder es una herramienta eficiente de limitarlo, trasladando el poder de decisión del nivel central al nivel local, lo que requiere asimismo una dosis no menor de madurez. Ya sea porque se defienda la libertad o la igualdad, debiéramos tomar conciencia de agilizar y materializar la regionalización, antes de que el centralismo se torne mórbido y seamos incapaces de levantarnos como país.