La Tercera

angela vivanco96x96

La Constitución Política es el gran pacto social de las democracias modernas. En ella se recogen las bases del ejercicio del gobierno, los grandes ejes de protección de los derechos fundamentales y los principios en que se apoya la convivencia en comunidad. No son pura expresión de mayorías, sino ruta de navegación de todos.

Con ocasión de la campaña presidencial del año pasado, se puso en la mira de la opinión pública la situación de la Constitución de 1980, volviendo sobre las circunstancias de su dictación. No es discutible que se gestó sin Congreso, sin participación ciudadana directa y sin mecanismos que permitieran intervenir a los opositores del gobierno militar. El plebiscito efectuado para aprobarla se realizó sin padrones electorales y sin posibilidad cierta de hacer propaganda contraria.

Esa Constitución de origen cuestionable, sin embargo, tuvo una importante reforma en 1989 y luego otras muchas, siendo la del 2005 la más importante, al punto que el Presidente Ricardo Lagos la consideró una nueva Constitución. Aquellas modificaciones efectuadas se realizaron con el consenso de todos los grupos con representación parlamentaria.

En tales circunstancias, no cabe considerar que nuestro texto constitucional sea en realidad el resabio de un gobierno de facto ni tampoco que ha sido el producto de la imposición política de ciertos partidos hegemónicos. La decisión de modificar la Constitución en un marco institucional fue tomada y sostenida hace muchos años por todos los sectores, lo cual ha asegurado que se trata de una Carta Fundamental actualizada y compatible con los estándares exigidos en las sociedades libres de la época contemporánea.

¿Significa lo anterior que la Constitución de 1980 no puede por dogma reformarse?, ¿o que es un texto perfecto? A ambas preguntas debemos responder que no. Sin duda, es perfectible, puede dotarse de ricos aportes e iniciativas, con un lenguaje e instituciones que pueden perfeccionarse, como por cierto sucede en todos los países que viven en un estado de paz institucional. ¿Demandan estas posibilidades de cambio medidas drásticas, subterfugios jurídicos o un juego de suma cero como sucede en tiempos de crisis y de ruptura del orden social tan conocidos en nuestro continente? Debemos volver a responder que no.

El estado de derecho no sólo nos impone acatar los mecanismos vigentes para efectuar reformas, sino también demostrar que los cambios que introduzcamos en nuestro orden constitucional tienen fundamento y un objetivo claro, compatible con los grandes valores acuñados tras 200 años de vida independiente. Ello no puede ser posible sin mirar a la vereda del frente, a quienes hoy son oposición y ayer fueron gobierno, logrando hacer del proceso una instancia ciudadana a la que todos sean convocados.

La pretensión contraria, creyendo que desmantelar el sistema corrige la historia de Chile de los últimos 40 años, es una ilusión óptica que engaña el juicio de los ciudadanos y que divide artificialmente a la sociedad chilena en contra de los esfuerzos colectivos de unidad impulsados por los gobiernos civiles desde 1990 en adelante.