El Mercurio

luis bates96x96

La reciente declaración de la Corte Suprema sobre comportamientos impropios de los jueces ante la violación sistemática de los derechos humanos, ocurridos durante la dictadura, constituye un valioso legado que se abre hacia el futuro sobre las conductas que deben asumir en similares circunstancias.

Analizar con justicia el pasado exige, en mi opinión, recordar la trascendente y difícil misión propia y exclusiva de los jueces de dirimir conflictos humanos particulares o colectivos no resueltos por otras vías pacíficas, y garantizar la efectividad de los derechos fundamentales, piedra angular de la gobernabilidad democrática. Misión con frecuencia subvalorada por quienes piensan que la justicia existe solo cuando favorece sus propios intereses, incluidos los políticos.

La fase previa a la decisoria en el ámbito penal de los derechos humanos consiste en la investigación de la verdad judicial, que además de la necesaria independencia de los jueces requiere, entre otros componentes, del debido proceso, el ejercicio expedito del derecho ciudadano a la acción, la prueba de los hechos que conforman el delito y las participaciones punibles con respeto a las garantías individuales y su valoración legal en resoluciones que deben fundarse en los hechos establecidos y en el prolífico andamiaje legislativo aplicable. Es decir, la justificación de las actuaciones de los jueces son diferentes y exigen parámetros más rigurosos de los que se aplican en otros ámbitos, como el político o el de los medios de comunicación. Sin olvidar, además, que cada caso y sus circunstancias es único, -algo así como huellas dactilares de la vida-, como asimismo la condición individual y social de las personas imputadas de delito y que un principio importante de derecho es el de la individualización de las penas.

Aunque obvio, no es lo mismo cumplir tan delicada misión en democracia que en dictadura. Las facilidades para delinquir y ocultar o destruir evidencias sumadas a la falta de colaboración de los órganos auxiliares de la administración de justicia dependientes de ministerios políticos; los temores ciudadanos para ejercitar el derecho a la acción, efecto natural de las políticas de represión; los silencios fácticos y los normativos de por vida contemplados en los códigos de disciplina militar y las leyes de amnistía han sido, entre otras, causas de la dilación de los procesos sustanciados por transgresión de los derechos humanos, aliados de la impunidad o, a lo menos, barreras difíciles de franquear para el establecimiento de la verdad en juicio antes de la recuperación de la democracia y también después, aunque en menor medida.

¿Que se omitió en ese contexto hacer lo suficiente? Nos parece que hay que distinguir las reacciones individuales de las colegiadas. Las primeras dependen de la personalidad de cada juez, -elemento de la esencia del proceso y de la jurisdicción- y del desarrollo de virtudes como el coraje en el contexto de la subcultura judicial, lo que puede explicar las disímiles reacciones ante las violaciones de los derechos humanos. Lo que sí parece reprochable, y lección a aprender, es la omisión de la Corte Suprema de la época, como superior cuerpo colegiado, de representar a un Ejecutivo carente de control las dificultades que tenían las cortes en la aplicación de las leyes, -como lo autoriza el Código Orgánico de Tribunales-, atendido el carácter masivo de los recursos de amparo que clamaban justicia y que, por lo mismo, no podían ignorar.

Pasado y presente se entrelazan para construir el futuro de la justicia humana cimentada en las políticas de mejoramiento continuo, impulsadas desde dentro del Poder Judicial y en el indispensable conocimiento, comprensión y apoyo cívico y político que requiere la judicatura para el mejor cometido de sus delicadas funciones constitucionales.