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El Mercurio

Señor Director

En la edición del viernes, una columna de Fernando Zegers (Pág. A2) —en la que alaba el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en contra de Costa Rica— y una carta de Pablo Simonetti —que responde a un comentario del obispo de San Bernardo sobre una reciente intervención de Benedicto XVI, coincidentemente, que trata sobre temas diferentes— apuntan a un mismo asunto. Precisamente, éste es el que el Papa intentaba poner de relieve en la alocución glosada por monseñor González: ¿qué es la persona humana y qué es preciso hacer para serio de modo justo?

Benedicto XVI ponía el acento, auxiliado en esto por su lectura de un texto del gran rabino de Francia Gilles Bernheim, en la importancia de la familia para resolver estas interrogantes. Al respecto, sostenía que el sexo es un dato originario, es decir, de la naturaleza, que no depende ni de la sociedad ni de la persona misma; el ser humano es hombre o mujer, en buenas cuentas, su corporeidad está frente a esa alternativa. A partir de esta dualidad, la familia en su auténtica forma de padre, madre e hijos aparece como una realidad preestablecida en la que la prole tiene dignidad propia y, por tanto, es sujeto. De este modo, persona humana y serlo de modo justo aparecen vinculados al estatuto de la familia. Simonetti, en cambio, parte de una definición de naturaleza diferente: el hombre lo sería en abstracto, sin referencia a su corporeidad y, por tanto, lo natural sería cualquier expresión de identidad sexual, siempre que nazca de una decisión autónoma. De este modo, la familia, no sería una realidad anterior, sino una construcción sin forma precisa fruto de una decisión individual. En ella, evidentemente, la prole no tiene dignidad por sí misma, sino en función del o de los progenitores, dejando de ser sujeto y pasando a ser objeto al que ellos tienen derecho y, por tanto, pueden adquirir y, ¿por qué no?, disponer a su arbitrio. La libertad de hacer se convierte, de este modo, en libertad de hacerse y, por eso, todo lo que está fuera de mí, incluso un otro (como el niño en gestación), es un medio, un instrumento para este fin y, por eso, carece de dignidad independiente. Esta es, aparentemente, la consecuencia del fallo de la CIDH que Zegers comentaba y ensalzaba.

A esta última concepción antropológica a la que se han referido, con bastante razón, Benedicto XVI y monseñor González como una manipulación de la naturaleza. La realidad deja de ser un dato y pasa a ser maleable según la voluntad de quien tiene el poder; es decir, la fuerza para hacerlo. Este camino, ya transitado varias veces en la historia de la humanidad, conduce inevitablemente a la privación de la dignidad de los marginados y los débiles, frente a los cuales la Iglesia como la voz de quienes no la tienen ha actuado siempre como su defensora. La auténtica ceguera, entonces, es aquella que no atiende a la evidencia y la experiencia de lo humano, condenando a los (santos) inocentes a la injusticia de ser objeto y no sujeto del derecho.