El Mercurio
Señor Director:
El reciente despido del profesor Cristián Boza, quien hasta hace muy poco ejercía el cargo de decano de la Facultad de Arquitectura en una universidad privada, plantea algunas cuestiones interesantes desde el punto de vista jurídico. El señor Boza indicó, en entrevista concedida a "El Mercurio", que sus alumnos no eran buenos, "porque el perfil de la universidad es C2, C3. Eso es más difícil... reconozco que me equivoqué... y es que no consideré el segmento y el perfil que va a esta universidad; no tiene cultura, no tiene sofisticación... son primera generación en la universidad, son por ejemplo hijos de un camionero, de gente vulnerable. Me equivoqué en plantear un esquema muy sofisticado".
La primera duda que surge es si la cita anterior está o no cubierta por el derecho a la libertad de cátedra, que en Chile puede deducirse, en cuanto garantía fundamental, del Art. 19 N° 12 de la Constitución Política. La "libertad de cátedra" consiste, de un modo muy general, en el derecho de los profesores universitarios a seguir las propias investigaciones hasta donde ellas nos conduzcan; y de enseñar a los estudiantes de acuerdo con su mejor comprensión de la verdad, sin que por ello sean censurados ni por las autoridades universitarias ni por el Estado. En este caso, el profesor Boza hace una evaluación de alguno de sus propios proyectos, al que califica como erróneo por no haber tomado en cuenta las características de los alumnos a quienes estaba destinado. ¿Es ésta una opinión académica? Yo creo que sí. Incorpora elementos relativos a la investigación ("configurar un programa de arquitectura top"), y formula un juicio relativo a la mejor recepción de los contenidos por parte de los alumnos ("me equivoqué en plantear un esquema muy sofisticado").
Una segunda cuestión se refiere a si la libertad de cátedra se extiende a opiniones académicas vertidas fuera del aula, como sería el caso en comento. En mi opinión, la respuesta debiera ser más bien afirmativa, por cuanto la cualidad de "académico" parece estar vinculada más con el contenido del argumento -y sus procedimientos- que con el lugar en que es emitida. Sería relevante, en consecuencia, "lo que dice", más que "dónde lo dice".
Un tercer punto es separar, con la mayor claridad posible, la conveniencia o inconveniencia; prudencia o imprudencia; propiedad o impropiedad del comentario transcrito. Uno puede tener derecho a decir cosas inconvenientes; por las que se expone a recibir una sanción moral, social o de cualquier otra especie; pero no jurídica. El problema se produce, justamente, cuando lo "inconveniente" se transforma en "antijurídico". Esto es el centro de la noción de lo "políticamente correcto", donde se utilizan los medios de comunicación para convencer a las audiencias de que todo aquel que piense de un modo distinto a lo "correcto" es "indecente", y por lo tanto merece sanciones de toda especie; incluso jurídicas (éste es el espíritu que anima, también, a las llamadas leyes de "no discriminación").
En el caso que nos ocupa, lo "incorrecto" se encontraría en afirmar que una persona que carece de educación no puede comprender los razonamientos o sensibilidades "complejas". Desde un punto de vista conceptual, esta afirmación casi no necesita demostrarse: salvo muy raras excepciones, la falta de educación inhabilita para el pensamiento abstracto (este es el principio que se encuentra detrás de la fundación de colegios y universidades: avanzar desde el entendimiento a la razón). Sin embargo, es "políticamente incorrecta", porque va contra el dogma de que "todos los hombres son totalmente iguales", que se halla en la base de la democracia contemporánea.
Se hace necesario, en consecuencia, no sólo una reflexión sobre todas las cuestiones antes mencionadas, sino también, y urgentemente, el discernimiento de un estatuto por el cual la libertad de cátedra del profesor universitario pueda ser garantizada a cabalidad, con independencia de la institución donde el académico se desempeñe; o si ésta es pública o privada, con objeto de que ni su investigación ni su docencia puedan verse amenazadas por arbitrariedades que provengan, o bien desde el interior de las propias instituciones de educación superior -dueños, rectores, decanos, directores de departamentos-, o bien desde los poderes públicos -leyes, reglamentos, actos de administración.
Raúl Madrid Profesor Titular Facultad de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile