Carlos Frontura

La Segunda

En una de las escenas finales de la película ¿Conoces a Joe Black?, Brad Pitt encaraba a uno de los protagonistas señalándole que hay cosas que tarde o temprano las personas deben afrontar: la muerte y los impuestos. En política también existen materias que las corrientes de opinión y los partidos no pueden soslayar permanentemente.

En el debate sobre el aborto y todas las otras disputas éticas, la Alianza tendrá que enfrentar indefectiblemente una decisión: hacerse cargo de su tradición, desafiando con convicción el pensamiento dominante, o bien, al primar hoy el relativismo, resignarse a no hacer ruido y tratar de acomodarse en pos de una aparente unidad.

La discusión política sobre temas de índole ético obliga a develar la concepción que tienen los diferentes sectores respecto de la persona, pues no debe perderse de vista que todo discurso político presupone una mirada antropológica. En el fondo, antes que la pregunta por los derechos (autonomía), ha de responderse por el concepto de persona, ya que el punto de partida de todo orden social consiste en la siguiente interrogante: ¿Qué es el hombre? Y sólo a partir de esa respuesta fundamental es posible discutir el tema de los derechos y del respeto por la dignidad humana.

Frente a esta pregunta, las derechas tradicionalmente tuvieron una respuesta: la vida humana como don; es decir, como algo que no es ni merecido ni buscado, sino simple y misteriosamente recibido. Es la gratuidad y enigma de lo obtenido lo que impone respeto, consideración, deber de cuidado y transmisión. A partir de ello, de esas obligaciones, surgen los derechos correlativos. No se trata, por tanto, de una dignidad imaginada como autonomía, en que el derecho es concebido como retribución a algo merecido o ganado. Esta última noción, dominante hoy, permite caer en las más absurdas contradicciones, como establecer la libertad respecto del propio cuerpo en materias culturales y, al mismo tiempo, la servidumbre a los dictados de la mayoría en ámbitos económico sociales.

Entonces, si la derecha desea salir de la trampa que le ha impuesto la terminología del liberalismo relativista, deberá superar la exclusividad de un debate centrado únicamente en la razón instrumental y la ciencia positiva, para hurgar en el rico acervo de la tradición. Sólo éste le permitirá restablecer lo que el sentido común indica sobre la persona: no somos ni autores ni acreedores de nuestra existencia.