Ciper Chile

Matias Aránguiz 250x250

Chile acaba de cruzar el umbral que separa a los países que “observan” el crimen organizado de aquellos que lo padecen en el corazón de sus instituciones. Durante años, los analistas de seguridad repetimos que la mayor ventaja estratégica de Chile era la impermeabilidad relativa de sus fuerzas armadas, la baja letalidad delictiva y la ausencia de clanes capaces de imponer terror sistemático. Esa narrativa se quebró esta última semana: seis suboficiales de la II Brigada Acorazada fueron detenidos con 192 kilos de cocaína que habían ingresado desde Bolivia; la Policía de Investigaciones descubrió, en Linares, la primera “casa de tortura” concebida y operada por una organización chilena; y el exalcalde de Macul, Gonzalo Montoya, fue secuestrado y extorsionado bajo amenazas de ejecución. Cada uno de estos hechos sería, por sí solo, un golpe a la confianza pública. Juntos revelan que la profesionalización criminal ya no es un riesgo futuro, sino un presente en plena expansión.

Narcomilitares: El uniforme como pasaporte ilícito

El operativo del OS-7 que terminó con los seis militares detenidos mostró la gravedad de la infiltración: no se trató de conscriptos tentados por dinero fácil, sino de suboficiales con entrenamiento logístico y acceso a rutas de abastecimiento que conectan Tarapacá con la Región Metropolitana. En total, Carabineros incautó droga avaluada en 3 mil millones de pesos y tres vehículos de apoyo. La penetración del narco en la cadena de mando no es una anécdota aislada; es la confirmación de que los cárteles transnacionales han entendido dónde reside el verdadero “cuello de botella” de la seguridad fronteriza: en la disciplina militar.

Una vez que la corrupción salta la valla de los puestos de avanzada y se instala en las unidades con blindados y comunicaciones tácticas, el efecto multiplicador resulta devastador. Manuales recientes del Comando Sur de EE. UU. describen ese fenómeno como narco-captura: cuando la logística, la inteligencia interna y el armamento del Estado terminan al servicio, activo o pasivo, de las redes criminales. México tardó años y un costo humano insoportable en reconquistar parte de los territorios que perdió después de 2006; Brasil aún batalla contra las “milicias” que surgieron de la connivencia entre policías y narcos en Río. Chile, si no reacciona ya, podría mirar su propio espejo en esos precedentes.

La tortura se vuelve “local”

Tres días más tarde la PDI irrumpió en una parcela de Linares y halló celdas insonorizadas, grilletes empotrados y restos de sangre. Detrás de la escena estaba Andrea Allende, apodada “La Reina del Sur”: una líder que adoptó la arquitectura del terror practicada por el Tren de Aragua y los cárteles mexicanos, y la puso al servicio de un clan chileno. Si durante la primera ola migratoria irregular (2021-2024) la violencia extrema era un “producto importado”, hoy asistimos a su nacionalización: la clandestinidad, la disciplina interna y el uso de la tortura como mensaje para el submundo se fabrican, literalmente, con mano de obra y logística locales.

El impacto es doble. Primero, el umbral de violencia aceptable se desplaza; lo que antes chocaba con la sensibilidad social empieza a percibirse como parte del paisaje noticioso. Segundo, la policía enfrenta una forma de criminalidad que no teme exponerse, que filma sus castigos, los difunde, porque sabe que acepta la lógica de la disuasión por terror. Es la misma mutación que en Colombia convirtió a las casas de pique de Buenaventura en centros de poder más temidos que cualquier comisaría.

Secuestro político: la marca de la insurgencia criminal

El secuestro del exalcalde Montoya cerró la semana con otra señal inquietante. Sus captores exigieron un rescate inicial de 50 millones de pesos y amenazaron con “20 disparos” si la familia no pagaba. En América Latina, el salto del secuestro “económico” al secuestro “político” marca el tránsito de lo puramente lucrativo a lo estratégicamente subversivo. No importa tanto el monto final, el pago habría bajado a 1,4 millones, como el mensaje de que ninguna figura pública está fuera de la mira.

Aunque la víctima porta el título de exalcalde, su captura responde menos a ese antecedente público que a las redes opacas que ya lo conectaban con los grupos criminales. Y aquí se fractura el verdadero umbral: el caso demuestra que secuestrar a alguien puede ejecutarse con rapidez y resolverse por un rescate reducido. La conclusión para los secuestradores es que el negocio se está aprendiendo y es lucrativo. Tras esta prueba de mercado, la tentación de ampliar el “mercado” a personas ajenas al ecosistema del delito aumenta.

El hilo que los une

Detrás de las tres rupturas subyace un solo proceso: la transferencia acelerada de capacidades. Los narcos aprenden a infiltrar logística militar; los clanes asimilan protocolos de tortura importados; los secuestradores aplican manuales de negociación testados en Venezuela y Colombia. El crimen organizado está en plena curva de aprendizaje, mientras el Estado chileno parece cursar, a duras penas, el nivel introductorio de contrainteligencia moderna.

Los países que reaccionaron tarde, como Colombia en los 90, México tras la “guerra” de 2006, terminaron atrapados en ciclos de violencia que erosionaron su PIB y su vida democrática. Los que actuaron rápido, como Italia con el maxi-proceso contra la Cosa Nostra, España con los GAL anti-ETA, incluso Brasil con la creación de la Fuerza Nacional, aplicaron tres principios: revisión de antecedentes implacable de fuerzas de seguridad, fusión de inteligencia civil y militar, y legislación extraordinaria de decomiso y juzgamiento. Nada de eso es simpático en un Estado de derecho, pero la experiencia demuestra que la alternativa, es decir la coexistencia, resulta más costosa en vidas, inversión y confianza.

Hora de elegir

Chile dispone todavía de una ventana estratégica: la infiltración está detectada, las rutas de la droga mapeadas y los actores identificados. Pero la oportunidad se mide en meses, no en años. Una respuesta creíble exige, de inmediato, auditorías patrimoniales anuales en las fuerzas armadas, un centro nacional de inteligencia (rol que corresponde a la ANI) con foco directo a las operaciones de Bolivia y Perú, y una ley que tipifique la tortura con fines de crimen organizado como delito autónomo y proporcionalmente sancionado.

Sobre todo, requiere voluntad política para admitir que el país ha cambiado: la violencia ya no es un fenómeno de “zonas rojas”; es una ecuación geopolítica donde Chile ha dejado de ser retaguardia.

Si el Estado no se re-profesionaliza al ritmo en que el crimen se profesionaliza, la línea que hoy divide la seguridad pública de la seguridad nacional se desdibujará por completo. Y entonces, cuando miremos hacia atrás, constataremos que el momento de actuar eran aquellos siete días vertiginosos de 2025 que, por incredulidad o comodidad, dejamos pasar.

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