El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 250x250

Una de las últimas reformas del Código de Procedimiento Civil incluyó la obligación de “promover el empleo de métodos autocompositivos de resolución de conflictos” por parte de los abogados, jueces y funcionarios de la administración de justicia (art. 3° bis, agregado por la Ley 21.394), que viene a profundizar la senda abierta por la Ley 19.334, que hizo imperativa la conciliación al finalizar el periodo de discusión (art. 262).

Dichos métodos comprenden diversas figuras, algunas con mayor contenido procesal (el arbitraje), otras con predominio de las habilidades blandas (la mediación, de creciente empleo y buenos resultados), y un campo donde el derecho privado tiene particular relevancia. En este último comparecen las estipulaciones que pretenden evitar, hasta donde sea posible, que el conflicto entre las partes se promueva (por ejemplo, las cláusulas de reparación o sustitución de la prestación, de restitución del precio, de liquidación contractual de perjuicios, de salida del contrato, etc.), y también una figura contractual destinada a desactivar la disputa en ciernes o ya producida, presente desde antiguo en los códigos civiles, como es la transacción.

Hay varios acercamientos al fenómeno (no solamente) jurídico que subyace detrás de la transacción. Uno de ellos es el enfoque propiciado por el análisis económico del derecho, que asume el modelo estándar basado en los costos de litigación e incorpora la teoría de los juegos y los incentivos para la negociación. El centro de este análisis es aquella verdad que condensa el refrán “más vale un mal acuerdo que un buen pleito”, que refleja el hecho de que la transacción resuelve un conflicto de una manera más económica que una sentencia judicial. Pero queda pendiente la pregunta de si esta solución es también justa. Owen Fiss y otros a su saga consideran que no: la transacción no es justa porque perjudica a la parte débil, que se ve forzada a aceptar una oferta menos favorable que la que le permitiría un proceso judicial. Estiman que esto acaba afectando el desarrollo judicial del derecho, puesto que el contrato reemplaza a la sentencia como instrumento institucional de resolución de conflictos.

Más allá de los reparos filosóficos de esta aproximación judicialista, ella olvida un dato importante: la mayoría de los conflictos se resuelven extrajudicialmente. Aunque las estadísticas muestren cifras altas de causas judiciales, solo una pequeña parte de las controversias acaba siendo conocida por los tribunales y, a veces, incluso ellas se judicializan por razones meramente instrumentales, como el castigo tributario de una deuda. Además, hay otros factores que tener en cuenta para una adecuada comprensión del problema. Uno de ellos es el índice de seguridad jurídica que proporciona un sistema, pues la incerteza sobre aplicación del derecho incentiva el optimismo de las partes y este se transforma en un obstáculo para la transacción. Alejandro Vergara ha estudiado la oscilación de criterios de la Corte Suprema en la resolución de ciertos asuntos de derecho administrativo, pero algo similar ocurre en materia civil (aunque hay muchos, un ejemplo ostensible es la determinación del momento en que se produce la interrupción civil de la prescripción, por la radicalidad de sus consecuencias sobre la acción ejercida).

Otro aspecto por considerar son las técnicas para una adecuada negociación, que ha acabado convertida en una disciplina indispensable dentro de las facultades de Derecho. Es más, una buena lectura de verano son dos libros complementarios entre sí. El primero es Claves para la negociación de contratos, de Stefanie Jung y Peter Krebs, ambos profesores universitarios en Alemania, que sistematiza las distintas variables para conducir conversaciones exitosas entre empresas, además de resaltar los elementos de idiosincrasia que condicionan la manera en que se negocia (se analiza el caso de China, Estados Unidos y Alemania), y el segundo es Construyendo contratos: estrategias para la práctica negocial, de Ángel Carrasco e Inés Fontes, que sirve para perfeccionar la técnica contractual y llevar a la práctica aquellas ideas sobre las que teoriza el derecho de contratos.

Aunque el ideal del “contrato perfecto” no exista, hay que hacer el empeño de acercase a un texto más sofisticado en cuanto a la configuración de la prestación característica y la distribución de riesgos. La razón es que el contenido final de un contrato depende tanto del poder de negociación de las partes como de las habilidades (duras y blandas) del negociador y el abogado que debe reflejar en un texto el acuerdo alcanzado. De cada una de esas fases tratan, respectivamente, los libros recién mencionados.

Pero quizás el punto más relevante a la hora de defender el valor de transigir sea aquel que recuerda Pablo Salvador Coderch: “La defensa del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva no debe llevar a olvidar que la jurisprudencia da fe de la patología del derecho, no de su fisiología. En derecho privado, el proceso es el último remedio, no el único”. El citado art. 3° bis CPC refrenda esta separación de planos entre la garantía de tutela jurisdiccional y el modo en que las partes logran la satisfacción de sus intereses. Esto explica que el derecho privado se ocupe de la transacción como figura contractual y, también, que convenga profundizar en ella.

En apariencia, el Código Civil configura este contrato con una disciplina sencilla, pero la práctica demuestra que las reglas no siempre resultan claras. Los problemas comienzan con el propio concepto. El art. 2446 CC define la transacción como “un contrato en que las partes terminan extrajudicialmente un litigio pendiente, o precaven un litigio eventual”. Queda fijado así que el objeto de este negocio es la regulación de una disputa actual o posible, vale decir, aquello que se conoce como res dubia. Por eso, adolece de nulidad la transacción sobre un asunto que ya se encuentra resuelto por una sentencia firme que todas o alguna de las partes desconocen al tiempo de transigir (art. 2455 CC), pues la incertidumbre ha desaparecido y el derecho se encuentra debidamente adjudicado, con fuerza de cosa juzgada. Pero falta algo importante, pues la definición legal omite mencionar los medios idóneos para conseguir el fin deseado por las partes y esto impide delimitar el campo de la transacción frente a otras operaciones que tienen iguales efectos. De ahí que diversos códigos, desde el alemán (§ 779) hasta el francés tras la reforma de 2016 (art. 2044), hayan añadido que la transacción exige que las partes se hagan concesiones recíprocas. La doctrina chilena extrae esta exigencia del citado art. 2466 CC, que señala que no hay transacción cuando el acto solo consiste en la renuncia de un derecho que no se disputa.

Sin embargo, entre el requisito que agrega el derecho comparado y la referencia del código chileno hay una diferencia importante que debe ser puesta en contexto. Como explica Silvia Tamayo, “el verdadero fin de la transacción (...) es el recíproco sacrificio de parte del derecho pretendido y controvertido”. Esta distinción se observa en el art. 703 CC: ahí se dice que la transacción no forma un título nuevo en cuanto se limita a reconocer o declarar un derecho preexistente, pero sí tiene esa naturaleza cuando transfiere la propiedad de un objeto no disputado. Esta contraprestación no es siempre necesaria, pues dicho contrato solo requiere que desaparezca la controversia que existe entre las partes, quedando claro cuál es el patrimonio donde se radica la titularidad hasta entonces discutida (arts. 2462 y 2464 CC).

Como explica Pablo Salvador, la transacción puede ser comprendida como “un contrato de compraventa de la pretensión en litigio —discutida o dudosa— del actor al demandado: si el caso se transige, el precio será el establecido en la transacción y la contraprestación, la liberación del demandado en los términos originalmente pretendidos por el actor”. Para que haya transacción solo se exige la realidad de la disputa, aunque todavía no haya sido promovida judicialmente, la cual sirve para delimitar subjetivamente el alcance del contrato (art. 2461 CC). En otras palabras, “la esencia de la transacción reside en la renuncia que cada contratante hace de lo que cree su derecho a fin de evitar que un fallo judicial le quite todo a uno u otro” (SCA Iquique 23-IV-1919). Un ejemplo proveniente de un fallo centenario sirve de ilustración: de modo similar a la reserva que admite el art. 173 CPC, no califica como transacción el convenio en que las partes encomiendan a un tercero la determinación del daño causado por un incendio, pues ahí solo se cuantifica una reparación sobre la que ambas coinciden (SCS 2-VI-1923).

Así pues, la diferencia entre la transacción y la renuncia estriba en la existencia de esa disputa, y es sobre ese punto que insiste el art. 2466 CC: mientras en la segunda el titular de un derecho se desprende de su titularidad indubitada de forma unilateral y gratuita; en la primera, una de las partes declina su pretensión respecto del objeto discutido a favor de la otra, existiendo un intercambio recíproco destinado a generar certeza. Si se quiere, la operatoria es similar a la del allanamiento de la demanda, que elimina el conflicto entre las partes y pone al juez en posición de decidir si el demandante tiene o no razón (art. 313 CPC), con la diferencia de que en la transacción son las propias partes las que realizan la adjudicación (art. 2460 CC). De hecho, el titular de la pretensión discutida puede también desprenderse de ella a favor de un tercero a cambio de una contraprestación. En ese caso, la figura comporta un contrato aleatorio (se cede “el evento incierto de la litis”, de acuerdo con el art. 1911 CC) y la ley fija ciertos límites. Por ejemplo, la cesión del derecho litigioso exige que la relación procesal haya quedado trabada (art. 1911 CC), asumiendo así el demandante el riesgo de que su pretensión sea rechazada y se le condene en costas. A su vez, el precio pagado por el cesionario fija la cuantía de lo que este puede reclamar del deudor cedido, para evitar que la eventual ganancia escape del ámbito de protección del contrato (art. 1913 CC).

La calificación de la transacción como una compraventa de la pretensión discutida depara otro problema relacionado con los parámetros con que se valora la reciprocidad de esa operación. El art. 1441 CC señala que existe conmutatividad “cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo que la otra parte debe dar o hacer a su vez”. Salvo que la transacción envuelva la transferencia de un inmueble no disputado, donde puede haber un supuesto de lesión enorme (art. 1889 CC), cabe concluir que las partes son soberanas para establecer el valor que asignan al hecho de concluir el litigio latente o pendiente, sin perjuicio de la posibilidad de impugnación posterior por parte de los acreedores perjudicados a través de la acción pauliana y las revocatorias concursales.

La subsistencia del estado de controversia sirve también para delimitar hasta cuándo resulta admisible la transacción. Dado que ella constituye un equivalente jurisdiccional (art. 2460 CC), la conclusión más intuitiva es que la existencia de una sentencia firme marca el fin de la posibilidad de transigir. El art. 2455 CC parece apoyar este aserto al señalar que es nula la transacción cuando ya existe sentencia ejecutoriada y ella es desconocida por las partes, pero la razón de la nulidad no reside ahí en el fallo que resuelve el caso de modo definitivo, sino en el desconocimiento de las partes sobre la desaparición de la controversia. En otras palabras, la nulidad proviene de la falta de objeto, por no haber un derecho discutido, como también sucede en la compraventa que recae sobre una cosa que no existe (art. 1814 CC). Con todo, la existencia de una sentencia ejecutoriada no elimina el conflicto entre las partes, pues solo otorga a la parte gananciosa un título para reclamar lo obtenido en un procedimiento compulsivo (arts. 175, 232 y 432 CPC).

La pregunta es si las partes, en ejercicio de la autonomía de la voluntad, pueden sustituir lo resuelto en una sentencia firme mediante una transacción (por ejemplo, condicionando su cumplimiento a una determinada prestación a favor del demandado). Por consistencia con lo ya dicho, la respuesta debe ser afirmativa en la medida que esa transacción suponga un intercambio que recae sobre un derecho discutido, con independencia del momento procesal en que esa transacción pueda ser invocada (arts. 234, 304, 310 y 464, núm. 16° CPC). De esto se sigue que no existe transacción si la discusión sobre el título de la ejecución ha finalizado y el proceso se encuentra en fase de apremio, o cuando el contrato suscrito por las partes en realidad da cuenta de un negocio jurídico diverso, que puede ir desde la simple remisión de la deuda reclamada hasta una dación en pago, una novación o una modificación de las condiciones de cumplimiento (usualmente, la división en cuotas y la reprogramación de los vencimientos).

Hay varios otros aspectos que se podrían considerar respecto de la transacción. Por ejemplo, cabe analizar los límites de los correctivos para evitar la asimetría de información que existe entre las partes (arts. 2453- 2459 CC), preguntarse qué significa que “las partes hayan tratado expresamente sobre la nulidad del título” en una transacción (art. 2454 CC) o cuestionar las atribuciones que se irrogan muchos tribunales para revisar el acuerdo extrajudicial que presentan las partes durante el juicio, cuando su cometido se agota en revisar la licitud del objeto (arts. 2449-2452 CC y 11 de la Ley 14.908), la capacidad de las partes (art. 2447 CC) o las facultades del mandatario que la ha suscrito (arts. 2141, 2448 CC y 7° CPC), quedando el resto de las estipulaciones a cubierto de interferencias externas.

Queda bastante tarea por delante para mejorar la comprensión de la figura; sin embargo, la doctrina chilena no ha mostrado especial predilección por la parte especial del derecho de contratos, donde existe mucho camino por recorrer. De ahí que no es sorpresa la ausencia de una monografía que actualice la clásica obra de Antonio Vodanovic Haklicka (1916-2005) dedicada a la transacción, pese a que se trata de una figura muy empleada en el tráfico jurídico y cuyas repercusiones se proyectan sobre el derecho de familia y del trabajo, los procedimientos voluntarios colectivos en el ámbito del consumo y los acuerdos concursales de reorganización. La sugerente aportación al Comentario histórico-dogmático al Libro IV del Código Civil de Chile que hace María Elisa Morales sobre el Título XL dedicado a este contrato alienta a emprender un análisis más profundo sobre la materia.

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