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carlos amunategui96x96

Leo las disposiciones aprobadas por la Convención y camino por las calles de Lastarria. Ambas cosas se parecen, mensajes confusos que se entremezclan. Las disposiciones aprobadas parecen grafitis pintados, y producen una sensación similar. Hay cosas que hacen sonreír, otras preocupan y muchas carecen de sentido. Esto no se parece a una Constitución. O tal vez los rayados de la calle son más constituyentes que la Convención, no lo sé. El asunto es que lo aprobado hasta ahora es un amplio amasijo de aspiraciones, minucioso y barroco en su detalle, conjugado con indeterminaciones fundamentales. Recuerda a la Constitución moralista de 1823, esa que regulaba cómo ser buen vecino con intrincada precisión de relojero, dejando aspectos fundamentales del ejercicio de poder abiertos al arbitrio del Director Supremo.

Las constituciones escritas se inventaron (o tal vez reinventaron) como redes apretadas que atrapasen el poder. Su texto, clásicamente breve, tendía a dibujar en carboncillo los contornos más generales del mismo, estableciendo líneas gruesas acerca de la forma en que el Estado debía funcionar y algunos derechos básicos sin los cuales la convivencia era imposible. Todo lo demás quedaba al arbitrio de un legislador ignoto, cuyas inspiraciones políticas iban a dar color a ese bosquejo de República que se intentaba establecer. El objetivo de la Constitución es siempre regular lo esencial y dejar abierta su alma, a un futuro que aún no existe, pero que de seguro querrá llenar con sus propios sueños el devenir de la República. En este sentido, siempre fue mejor una Constitución mínima. Si algo hay que criticar, amén de su origen, a la actual Constitución, es su amplitud y la cantidad de materias sobre reguladas ad nauseam. Esta característica impidió adaptar nuestro sistema jurídico a los devenires socio-políticos del país. Ahora bien, esto, que era un defecto en la Constitución actualmente vigente, es un fracaso para aquella actualmente en redacción. Aunque no conocemos su texto completo, parece postular al premio de la Constitución más larga -e incomprensible- del mundo. Se aprueban decenas de artículos cada día, la mayoría sin conexión entre sí, suponiendo un andamiaje institucional actualmente inexistente. Para implementarla, se requerirían décadas de esfuerzo económico, político y jurídico, solo para crear y modular esquemáticamente sus instituciones más fundamentales. A modo de ejemplo, señalo que no conocemos el Derecho de los pueblos originarios, no cuentan con tribunales dotados de doble instancia, ni tenemos siquiera una noción de como se comportarían tales derechos cuando entrasen en conflicto entre sí o con el Derecho de origen estatal. Supongamos que un hombre autoidentificado como mapuche se casa con una mujer aimara, de acuerdo a las reglas del Código Civil. Cuando se quieran separar, ¿qué derecho rige? ¿Y si tienen normas distintas? ¿Bajo qué reglas se rige la herencia? La antigua pirámide kelseniana se transforma en un partido de ajedrez, donde mi peón del Derecho Civil es saltado por un caballo del Derecho Indígena, para ser puesto en jaque por el Derecho Internacional.

Se espera que la comisión de armonización solucione muchas de las incoherencias que los textos aprobados contienen, pero la cantidad exorbitante de disposiciones y la propia naturaleza miscelánea de las normas hace casi imposible esta labor.

Para construir toda esta institucionalidad se requerirán décadas y enormes recursos que ya no estarán disponibles para educación, salud o pensiones, que si mal no recuerdo, eran los gatillantes de la crisis del 18 de octubre de 2019. ¿Podemos empezar de nuevo, por favor?

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