El Mercurio

La Convención tendrá una segunda oportunidad para configurar el llamado Consejo de la Justicia bajo estándares democráticos. Su primer intento, rechazado por el pleno, traía ejes exorbitantes, desmedidos, incongruentes con el Derecho Constitucional Comparado más respetable. Reponerlos sería un error. Y al buscar un mejor diseño, la comisión Sistemas de justicia haría bien en mirar países en que la judicatura goza de prestigio, alejándose de ejemplos contrarios.

España, Italia y Francia tienen consejos judiciales, 'de la magistratura' o análogos en sus constituciones. El foco es casi exclusivamente administrar los nombramientos de jueces y, usualmente también, ejercer potestades disciplinarias, acá radicadas en la Corte Suprema. Pero en ellos se evita celosamente convertir a los consejos —que no son cortes— en órganos indirectamente tutelantes, supervisores o vigilantes del contenido de la actividad jurisdiccional. Los magistrados deben ser absolutamente protegidos en su independencia y sus fallos jamás abrir espacios para represalias institucionales del sistema político. No es esto lo que está ocurriendo por ahora en la Convención.

En el punto, el borrador inicial de la comisión presentó dos problemas graves: la integración foránea del Consejo y su poder para hacer una 'revisión integral de todos los tribunales', junto con 'evaluar y calificar periódicamente' el desempeño de 'juezas y jueces' (art. 28, letras c y d).

El Consejo debe estar integrado —como lo recordó elocuentemente la Comisión de Venecia en su informe para Chile— al menos con la mitad de jueces. Se trata de un estándar democrático central. La razón es obvia: si la mayoría de los miembros es externa, ajena a la carrera, criterios y formación judicial, la política terminará horadando la independencia por vía de designaciones acomodadas y sanciones disciplinarias ajustadas al poder de turno. En España, los jueces del Consejo son 12 de 20 miembros, mientras que en Italia corresponden a 16 del total de 27, es decir, 2/3 de su integración (descontados sus tres miembros 'de derecho', a saber, el Presidente de la República, el presidente del Tribunal Supremo y su fiscal general). Francia coloca en su Consejo de la Magistratura ligeramente menos jueces que la mitad —6 de 14—, pero se trata de un órgano que proviene de 1883, consolidado en su respeto a las cortes. Las cartas francesas de 1946 y la actual de 1958 no improvisaron, como se está haciendo acá, sino se sirvieron de una consolidación previa y centenaria del órgano.

Así, en Europa los consejos surgen para mejorar —no disminuir— la independencia del Poder Judicial frente al poder político. Pero en América Latina la doctrina advierte que se han buscado fines alternativos, como operar de 'garantía en el marco de una democratización política' (Ron Latas y Lousada Arochena, 2017).

¿Y Chile? Acá, al diseñar un órgano enteramente nuevo, sin tradición alguna ni rodaje democrático, los convencionales venían proponiendo que el Consejo se integre con solo seis jueces de un total de 17 miembros (un 35% del total). Es decir, una clara minoría que traslada la tuición de la judicatura fuera de los estrados, tal como es en Argentina. En el vecino país, su Constitución opta por un peligroso criterio: delega en la ley la composición de su Consejo de Magistratura. Y la ley 21.937 redujo a los jueces a un número ínfimo: tres de un total de 19. Pero hay más: el modelo trasandino incluye seis parlamentarios en ejercicio, algo expresamente desaconsejado por la Comisión de Venecia (párrafo N° 72, página 20).

Pero el más grave defecto del borrador de la Convención fue pretender dotarlo de facultades periódicas de revisión 'integral' de tribunales, con evaluaciones periódicas y calificación, en atribución separada de la estrictamente disciplinaria. Esta audacia constitucional no la había intentado ninguno de los países citados: ni Italia ni Francia ni España y ni siquiera Argentina entregan un arma de control constitucional tan intrusiva sobre los jueces.

La 'revisión integral' y 'evaluación periódica' de magistrados, en un modelo en que el control disciplinario sale de la Corte Suprema, no puede sino ser una expedita vía para el repudio político del contenido de los fallos, con represalias vía traslados funcionarios, permutas, calificaciones y, finalmente, nombramientos.

Montesquieu propuso en 1768 que sin un juez independiente del soberano, este deviene 'tiránico, por cuanto gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor'. Esta piedra angular democrática de 254 años atrás, transformada en columna dorsal del Estado de Derecho, arriesga nada menos que su subsistencia en el seno de la Convención.

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