El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158 2018

Para la ciudadanía, el proceso constituyente, la Convención Constitucional y la nueva Constitución parecen estar asociadas indisolublemente a la expectativa de mejoras sustantivas de calidad, igualdad en el acceso y oportunidad en educación, salud y pensiones. Algunas encuestas de opinión pública parecen avalar esta idea y estaría a la base del 80% obtenido por la opción “apruebo” en el plebiscito de entrada. Por lo demás, la idea inicial de que, en paralelo a la reconstitución del pacto político avanzaría un potente pacto social (las bases de un Estado de Bienestar), fracasó. La Convención Constitucional se transformó, en consecuencia, en el lugar de convergencia del nuevo pacto político y el nuevo pacto social. Y ello, mediante el lenguaje constitucional de los derechos sociales, uno de los debates centrales al interior de la Convención (y de manera específica en dos de sus comisiones: N° 4, sobre derechos fundamentales, y N° 5, de medio ambiente y modelo económico), y que se refleja también en el significativo número de iniciativas populares de norma presentadas.

De manera reciente, hemos publicado con el profesor Gastón Gómez un artículo (Actualidad Jurídica, Vol. 44) que busca examinar algunos de los aspectos fundamentales del tratamiento normativo de los derechos sociales —englobo derechos económicos, sociales, culturales y ambientales— en medio del proceso constituyente chileno. Entre otros aspectos, examinamos los modelos de consagración de derechos sociales más influyentes en el ámbito comparado y los aspectos críticos de la estructura de los mismos (contenido esencial, los supuestos de hecho, las dimensiones prestacionales y no prestacionales, los deberes positivos y negativos del Estado, los mandatos al legislador, los límites internos y externos, entre otros). También damos cuenta de la importancia de los principios interpretativos de Estado social, de progresividad y no regresividad en el contexto de los tratados internacionales de derechos humanos y de responsabilidad fiscal. Un lugar especial entregamos a la cuestión de la implementación o exigibilidad de los derechos sociales y los modelos alternativos en disputa.

Tal vez la noción más importante que subyace o en la que reposa la idea de tener un derecho, ser titular de un derecho fundamental, o de ser titular de un derecho subjetivo público, es que equivale a apartar para beneficio individual un segmento del bienestar social. Aun cuando no tengamos una idea compartida de justicia social o de justicia distributiva, reconocer derechos supone que su titular podrá exigir a los demás que se lo satisfagan, de las muchas maneras posibles, no solamente por vía judicial; de modo que si una Constitución reconoce a las personas un derecho fundamental, y esta es una promesa seria, implica movilizar acciones positivas y negativas del Estado, de diverso tipo y clase, para satisfacerlo.

Ahora bien, la correcta identificación de la dimensión prestacional o no prestacional involucrada en la consagración de cada uno de los derechos sociales en particular es una cuestión medular. En efecto, al precisar las diferencias entre las dimensiones prestacionales y no prestacionales de estos derechos logramos entender de mejor forma su estructura normativa y las consecuencias que se derivan de la misma. Muchos de los llamados derechos sociales suelen tratarse, a primera vista, como prestacionales, esto es, un conjunto de posiciones a prestaciones fácticas; pero ello esconde las potenciales prestaciones normativas involucradas, especialmente los derechos de protección y los derechos a la organización y al procedimiento, también denominados derecho a regulaciones.

En efecto, siguiendo a Alexy, por derechos de protección entendemos los derechos del titular de un derecho fundamental frente al Estado para que este lo proteja de intervenciones de terceros. Puede importar la protección por medio de normas del derecho penal, de normas del derecho de responsabilidad civil, de normas procesales, de acciones administrativas, de una actuación fáctica, entre otras. Son, en consecuencia, derechos a que el Estado organice y maneje el orden jurídico de una determina manera en lo que se refiere a la relación recíproca de sujetos jurídicos de igual jerarquía.

Por su parte, por derechos a la organización y al procedimiento debemos entender el derecho a que se establezcan determinadas normas procedimentales (sentido débil) o una determinada interpretación y aplicación de normas procedimentales (sentido fuerte). Suelen estar asociados a una interpretación exigente del debido proceso (tutela judicial efectiva) y puede materializarse en competencias de derecho privado, procedimientos judiciales y administrativos (procedimiento en sentido estricto), la organización en sentido estricto y la formación de la voluntad estatal. Por ejemplo, un derecho a la asistencia social que, en lo esencial, se agota en el derecho a prestaciones fácticas (e.g., derecho a prestaciones básicas uniformes o a una renta), es diferente en su estructura al más complejo derecho al medioambiente libre de contaminación o sano. Este último podría importar (i) un derecho a que el Estado omita determinadas intervenciones en el medio ambiente (derecho a defensa), (ii) un derecho a que el Estado proteja al titular del derecho fundamental frente a intervenciones de terceros que dañen el ambiente (derecho de protección), (iii) un derecho a que el Estado proteja al titular del derecho en procedimientos relevantes para el medio ambiente (derecho al procedimiento) o (iv) un derecho a que el propio Estado emprenda medidas fácticas tendientes a mejorar el ambiente (derecho a una prestación fáctica). Otros ejemplos que demuestran esta complejidad son el derecho al trabajo o el derecho a la salud.

Bajo este contexto, esto es, una vez que intentamos poner sobre la mesa aspectos conceptuales y técnicos relevantes sobre los derechos sociales, recién podemos entrar al complejo foro de su implementación o exigibilidad. Y en esta materia han surgido alternativas tradicionales —que giran en torno al modelo de justiciabilidad del recurso de protección de la Constitución vigente o el modelo de amparo colombiano— y otras más innovadoras. Estas últimas me parecen de especial interés a la hora de problematizar y sofisticar el debate en torno al modelo tradicional sobre el que ha descansado nuestra práctica constitucional en las últimas décadas.

En primer lugar, se ha propuesto un modelo de exigibilidad de derechos sociales basado en el modelo de directivas para los poderes públicos, de configuración legislativa y sin tutela judicial directa, por ejemplo, Irlanda (Weis, 2017 y Khaitan, 2019).

Un segundo modelo es el clásico europeo, inspirado en constituciones como la de España, Suiza, Alemania y Suecia, que tampoco reconocen derechos fundamentales sociales plenos, pero se identifican con un “estado social y democrático de derecho”, reconociendo que los derechos sociales orientan la política pública y que informan las políticas y las actuaciones del legislador (De Otto, 1987).

En tercer lugar, sobre la base del modelo de revisión judicial débil asociado al constitucionalismo del commonwealth se ha propuesto un mecanismo de exigibilidad híbrido legislativo/jurisdiccional (Dixon y Verdugo, 2021). Este modelo asume dos pasos: primero, consagrar en la Constitución un mandato al legislador para que respecto de derechos sociales específicos (se proponen vivienda, salud y pensiones) se habilite al legislador para que en un plazo máximo (tres años) adopten leyes que protejan y promuevan estos derechos, las que deberán ser revisadas periódicamente (diez años) por una comisión parlamentaria ad hoc. Luego, si en un plazo breve (un año) desde la entrada en vigencia el Congreso no ha legislado en estas materias, la (nueva) Corte Constitucional se pronunciará respecto de las medidas adecuadas para hacer exigibles tales mandatos. Ello, además, supone considerar que los principios guías para la adopción de legislación y revisión de la corte serán los de dignidad humana, libertad, igualdad, sobre la base de políticas razonables, inclusivas y fiscalmente responsables.

Finalmente, el denominado “régimen de lo público” propone reemplazar la conceptualización de derechos sociales, como derechos públicos subjetivos eminentemente individuales y que garantizan mínimos, por un modelo universal de derechos sociales, bajo los principios de seguridad social, centrados en un sistema de seguros y prestadores públicos que, muy excepcionalmente, podrían autorizar la participación de privados (en la forma de sociedad civil o cooperativas sin lucro). La intención es un cambio de paradigma de los derechos sociales concebidos ahora como derechos de ciudadanía y vienen a ser el “criterio de distribución de los bienes disponibles”. El objetivo es consagrar canales institucionales que den, o pretendan dar, satisfacción al principio de igualdad como criterio imperante al momento de distribuir (Atria, 2004; Atria y otros, 2014, y Salgado, 2015).

Lo interesante de estos planteamientos, innovadores, es que aunque tienen en común el que se apartan conceptualmente del modelo tradicional de concebir los derechos sociales como derechos públicos subjetivos, adquiriendo una naturaleza jurídica diferente, y no estar basados en una tutela judicial directa, nos permiten problematizar y reflexionar respecto del modelo tradicional de exigibilidad de derechos sociales, al menos en la forma en que se ha desarrollado en nuestra práctica constitucional reciente.

Y es que la judicialización de los derechos sociales supone enfrentar diversas problemáticas de gran complejidad, por ejemplo, si estos derechos podrán erigirse en un límite a las políticas públicas y a la actividad de administración o de ejecución de las leyes sobre esas materias; la posición y función de la inaplicabilidad e inconstitucionalidad en la tutela de derechos prestacionales (no debe olvidarse que el derrumbe de la ley de salud en materia de reajustabilidad de los contratos lo impulsó el Tribunal Constitucional al decretar inconstitucional las tablas de factores); el riesgo serio de “sobreconstitucionalizar” aspectos de la vida económica y social, propios de las políticas públicas, en la forma de derechos, quedando excluidos de la política democrática; las asimetrías que genera la litigación para exigir derechos sociales versus el de políticas sociales, que importa que, en definitiva, se restringen sus beneficios a quienes tienen la capacidad e información suficiente para acceder a este, entre otros.

Todas estas complejidades deben llevarnos como comunidad política a evaluar seriamente los diversos modelos de implementación y exigibilidad de los derechos sociales. La opción default es preservar el statu quo —al igual como parece ocurrir respecto del régimen político, manteniendo el (hiper)presidencialismo —, esto es, el recurso de protección o una acción muy similar.

Judicializar o no la tutela de los derechos prestacionales vía protección es una falsa discusión si no se resuelve la cuestión de la naturaleza jurídica de la protección: ¿es un sustituto del contencioso administrativo o es una acción de tutela constitucional? Si es un contencioso administrativo para el control de la legalidad, entonces la posición que adquiera la ley al momento de definir el contenido de los derechos prestacionales es central y la jurisdicción competente también; si es una acción de tutela constitucional de derechos fundamentales, debe redactase de otra manera y definirse con propiedad la relación entre contenido esencial y ley de desarrollo o complemento.

Tal como está hoy parece que la pregunta carece de relevancia porque, como lo demuestra la práctica constitucional, se pueden crear y se crean acciones similares a la protección por ley (laboral, salud, contratación pública, etc.). Se hace rebajando la dignidad de los derechos fundamentales porque quedan entregados a tribunales ordinarios de primera instancia o a jurisdicciones especiales creadas por ley, todas las cuales arrastran la competencia desde la protección y, en última instancia, a la Corte Suprema. En el futuro se pueden crear más. Carece de importancia, entonces, la pregunta de la “judicialización” de los derechos prestacionales si no se resuelve la cuestión de la relación entre Constitución y ley en materia de tutela y de derechos. Lo anterior pone en evidencia la indefinición actual acerca de la competencia del recurso de protección.

Por su parte, el control constitucional vía recurso de inconstitucionalidad o de inaplicabilidad en el Tribunal Constitucional hoy está directamente relacionado con el contenido esencial (cualquiera que termine siendo, en definitiva), ley de complemento, de desarrollo o de regulación. Parece que si se reduce o desaparece el contenido regulado por la constitución del derecho (contenido esencial, que no es lo mismo que esencia) se atenúa o puede desaparecer el control constitucional de una Corte Constitucional sobre todos los derechos prestacionales. Según como quede regulado esto, entonces el control de la ley no tiene parámetro contra la cual condicionarla y, por lo mismo, dado el principio de deferencia hacia el legislador, no hay control constitucional o este es meramente formal (salvo por infracción a la igualdad y no discriminación, lo que en principio se vuelve muy difícil, como lo demuestran algunos países europeos). No basta con decir, entonces, “conforme a la ley” si no hay un contenido esencial mínimo.

En definitiva, si vamos a tomarnos en serio la técnica de los derechos fundamentales a la hora de pensar los derechos sociales, el punto de partida de este esfuerzo debe consistir en analizar a fondo sus elementos nucleares, organizacionales y las dimensiones más relevantes de una estructura compleja. Por lo demás, se trata de un esfuerzo que debe estar a la altura de las altas expectativas ciudadanas en esta materia, a ratos difusas, alimentadas por el discurso político (y académico). Así, esta expectativa debe ser abordada, pero nos parece crucial que, al hacerlo, se considere que estamos ante el diseño de una estructura sofisticada de derechos, que requiere evitar soluciones maximalistas, evitar el camino de la inflación de los derechos sociales (y su configuración judicial) y un cierto perfeccionismo moral en cuanto a modelos cerrados e ideales de sociedad.