El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 158x1582

“Para seguir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses”. Esta frase del protagonista resume el argumento de Intereses creados (1907), la obra de Jacinto Benavente inspirada en la comedia del arte. Ella se puede aplicar igualmente a la lectura mayoritaria en torno al interés social y que ha sido seguida por algunas sentencias recientes de la Corte Suprema (por ejemplo, 31-VII-2020, 24-III-2021 y 16-IV-2021). La razón es que se trata de una formulación que hace primar ciertas consideraciones preconcebidas por sobre la naturaleza de las cosas, centrándose más en las formas jurídicas que en la realidad empresarial. Por eso, en 2010 José María Gondra se preguntaba cómo había sido posible que “una teoría realmente de tan endeble consistencia lógica y con una constatación empírica tan escasa como poco fiable haya podido tener tanta difusión y haya servido de fundamento a propuestas normativas tan arriesgadas”. La respuesta se encuentra en la preponderancia de ciertos factores culturales y sociales, que desplazan el análisis dogmático.

Con algunas tendencias intermedias, el debate sobre el interés social se suele presentar confrontando las posiciones de dos autores y el punto focal de sus respectivas doctrinas: por una parte, Edward Freeman y la teoría de los grupos de interés, y por otra, Milton Friedman y la teoría de la creación de valor para el accionista. Es esta última la que ha predominado en las últimas décadas, aunque la tendencia comparada muestra un cambio de rumbo hacia una mirada global de la empresa que se ha acentuado como consecuencia de la última crisis económica.

Los orígenes de la teoría de creación de valor para el accionista se hacen remontar al aislado caso Dodge v. Ford (1919) y la controversia doctrinal suscitada a partir del libro de Adolf Berle y Gardiner Means intitulado Modern Corporation and Private Property (1932). Esta obra constataba que la dispersión del capital en las sociedades cotizadas había provocado que los accionistas no fuesen capaces de hacer un contrapeso efectivo frente al controlador y a los órganos de administración, que acumulaban poderes exorbitantes. A semejanza de las ideas expuestas por Walther Rathenau para Alemania, que acabaron reflejadas en la reforma de la Ley de sociedades anónimas de 1937 y todavía perviven, los citados autores sostenían que se estaba produciendo un verdadero cambio de paradigma: la gran sociedad anónima había dejado de ser una figura de derecho privado para convertirse en una institución social, que reclamaba una administración centrada en la gestión de las demandas de los distintos grupos de interés mediante un modelo de tecnocracia neutral. Consideraban que el latente conflicto entre propiedad y poder sólo podía ser resuelto de dos formas, ninguna de las cuales los convencía cabalmente: la primera consistía en entender que el controlador administraba la sociedad de modo fiduciario, semejante a la figura del “trustee” del derecho anglosajón; la segunda suponía validar la práctica que los despachos de abogados que aprobaba al ejercicio de los poderes por parte del controlador, puesto que éstos habían sido adquiridos a través de un título que se podría calificar de cuasicontractual. Esta última tendencia, reformulada bajo la idea del nexo de contratos, es la que se acabó imponiendo en el último tercio del siglo XX por impulso de la escuela económica neoclásica.

Hasta la década de 1970, la dimensión jurídica y la práctica gerencial estadounidenses siguieron sendas distintas. El derecho se mantuvo fiel al modelo de democracia accionarial y los tribunales comenzaron a aplicar el régimen del “trustee”. La legislación federal desarrolló fórmulas de protección de los accionistas minoritarios, mientras algunos estados aprovechaban los márgenes de libertad que aquél les concedía para liberalizar su normativa y atraer empresas. El caso de Delaware es paradigmático, porque evidencia las relaciones entre flexibilidad societaria y sofisticación tributaria. Por su parte, las grandes empresas siguieron el modelo que Bearle y Means consideraban preferible, compatibilizando los distintos intereses que convergen en la marcha de la sociedad con la gestión del capital. Esto se vio reflejado en el hecho de que los recursos que se destinaban a fines filantrópicos y benéficos, además de la promoción de sus trabajadores, comprendían sumas nada despreciables en los balances anuales. Se explica así que Frank Abrams, presidente de la Standard Oil of New Jersey (mundialmente conocida por la sigla ESSO), escribiese en 1951 que el trabajo de la administración era “mantener un equilibrio y razonable balance entre los intereses de los diversos grupos vinculados con la empresa”, donde comparecían por igual los accionistas, empleados, clientes y el público en general. Con esta declaración reconocía las implicaciones sobre el tejido social que cumplía una gran empresa. Sobre este punto volverá en 1984 el joven profesor Edward Freeman, señalando que “la empresa puede entenderse como un conjunto de relaciones entre grupos que tienen un interés en las actividades que conforman el negocio”, de manera que “entender un negocio es saber cómo funcionan estas relaciones”. Dado que las compañías son organizaciones burocráticas de carácter jerárquico que se desenvuelven en el mercado, la gestión consiste en “administrar y dar forma a” dichas relaciones de un modo adecuado.

Una década antes la teoría opuesta había recibido un fuerte impulso. Aunque las ideas estaban ya anunciadas en su libro Capitalismo y libertad (1962), fue con el artículo publicado en 1970 en la New York Times Magazine que la postura de Milton Friedman se popularizó. Desde entonces se produjo el giro definitivo hacia el entendimiento del interés social como una maximización de la utilidad personal de los accionistas. Friedman justificaba sus ideas diciendo que proponía una “doctrina fundamentalmente subversiva en una sociedad libre”. Ella consistía en que “hay una y sólo una responsabilidad social del negocio: usar sus recursos y participar en actividades destinadas a aumentar sus beneficios siempre y cuando se mantenga dentro de las reglas del juego, vale decir, se involucre en una competencia abierta y libre sin engaños ni fraude”. En otras palabras, en la sociedad no existe un interés distinto de aquel de los accionistas, porque ella es el medio por el cual éstos obtienen la ganancia que los ha llevado a asociarse.

En Chile, la jurisprudencia adhiere a esta doctrina. A partir de la sentencia de 3 de diciembre de 2015, la Corte Suprema ha definido el interés social “como aquel que es común a todos los accionistas y diferente al interés particular de cada uno de ellos, y que se encuentra relacionado con el objeto y causa de la sociedad”. Dicha causa consiste en “obtener un beneficio pecuniario y repartirlo entre los socios”. De esto se sigue que se corresponda con “el interés común de los actuales accionistas de una sociedad en un sentido objetivo y abstracto”, que resulta ser una suerte de “mínimo común denominador de todos los accionistas desde la constitución de la sociedad hasta su liquidación, sin considerar ningún elemento externo”. Con todo, se trata de un interés hipotético. Como las razones por las cuales los accionistas participan de una determinada sociedad son muy diversas, el único punto de contacto entre ellos acaba siendo la obtención del mayor beneficio económico individual que sea posible: el interés social es así la ganancia repartible que se extrae del giro.

Cuando se busca un anclaje para justificar esta lectura contractualista del interés social, son dos los argumentos principales que se esgrimen: por una parte, los conceptos de sociedad y de aporte previstos en el Código Civil, y por otra, la regla del art. 30 de la Ley 18.046. Dado que la sociedad se forma por los socios “con la mira de repartir entre sí los beneficios que de ello provengan” (art. 2053 CC), esto significa que el reparto de utilidades resulta indispensable como justificación de la estructura societaria. Así lo refrenda el art. 2055 CC, que señala que no hay sociedad sin participación de beneficios, y que éste no puede ser puramente moral, no apreciable en dinero. Por su parte, el art. 30 de la Ley 18.046 dispone que “los accionistas deben ejercer sus derechos sociales respetando los de la sociedad y los de los demás accionistas”, de lo que se concluye que ambos intereses se acoplan. Sin embargo, ninguno de estos argumentos resulta concluyente para descartar una mirada institucional del fenómeno societario.

Desde una perspectiva estructural, el aporte es un elemento que está al servicio de la actividad que se lleva delante de forma colectiva. Esta indisoluble vinculación funcional permite explicar tanto el objeto como la causa del contrato. La sociedad existe para desarrollar aquel giro que los socios prefiguraron como proyecto empresarial en el estatuto. Esa actividad económica se lleva a cabo con el deseo de que produzca beneficios para repartir. De ahí que el lucro sea una cuestión que está relacionada con la tipicidad de esta forma empresarial (art. 547 CC), aunque el punto también admita discusión. La distribución de beneficios es un resabio histórico de la excepcionalidad de contrato de sociedad frente a la prohibición de la usura, dado que aquella utilidad repartible que se obtenía con la actividad mancomunada de los socios se estimaba legítima. Ahora bien, para que el giro se concrete, resulta indispensable que los socios se comprometan a aportar aquellos bienes o servicios que la forma legal elegida permite. En esto consiste el objeto del contrato de sociedad (art. 1460 CC). Por eso, Juan Ignacio Font y Manuel Pino explican que “lucro y objeto social forman parte del programa causal del contrato de sociedad, tanto legal como económicamente”. La exigencia que hace la NCG 461 sobre el deber de explicitar la misión, visión, propósito y valores de las sociedades cotizadas apunta en esta misma dirección: con ella se quiere delinear, más allá de la descripción de una actividad económica concreta, cuál es el proyecto empresarial que se lleva adelante. El objetivo es describir y hacer pública la razón de ser de la compañía, respondiendo las preguntas fundamentales sobre su existencia (qué, por qué, cómo, dónde) frente al mercado.

Las implicancias que tiene el lucro en materia societaria son múltiples. Por ejemplo, permite preguntarse si resulta posible controlar a través del expediente de la causa ilícita la decisión de constituir garantías a favor de terceros, puesto que puede tratarse de actos gratuitos que benefician en exclusiva al deudor (art. 1440 CC). Es cierto que la Ley 18.046 permite contraer garantías exógenas, distinguiendo el órgano social que debe dar su aprobación según si el beneficiario es una filial o un tercero cualquiera (art. 57), con quórum distintos en cada caso (art. 67), pero esto no significa que el acto no pueda ser susceptible de un control causal en concreto fuera del supuesto (que resulta excluyente) en que la constitución de esa garantía puede ser revocada en un contexto concursal (art. 287 de la Ley 20.720). En rigor, esta clase de actos no constituye necesariamente una operación entre partes relacionadas (art. 146 de la Ley 18.046), porque la garantía se constituye entre la sociedad y el acreedor. Sin embargo, la exigencia de que una sociedad anónima abierta sólo pueda celebrar operaciones con partes relacionadas cuando tengan por objeto contribuir al interés social y se ajusten en precio, términos y condiciones a aquellas que prevalezcan en el mercado al tiempo de su aprobación (art. 147 del Ley 18.046) parece ser una explicitación del sentido que tiene el objeto y la causa del contrato de sociedad durante la vida de ésta, como proyección del proyecto empresarial que se desarrolla.

Por su parte, el art. 30 de la Ley 18.046 regula el ejercicio de los derechos de los accionistas. Ellos sólo se ejercen de manera legítima cuando consideran el interés social y respetan la posición de los demás accionistas; de lo contrario, dicho ejercicio se reputa abusivo, sin importar que se trate de un derecho político o económico. De ahí que José Ignacio Díaz y Pablo Manterola señalen que el interés social equivale funcionalmente a la buena fe como parámetro de actuación en las relaciones que se dan al interior de la sociedad, puesto que hace ostensible la naturaleza de la figura. La dualidad de intereses a considerar por parte de un accionista no puede llevar a confusión. La razón proviene del hecho de que la sociedad constituye una persona jurídica (art. 2053 II CC), condición que incluso parece ser predominante respecto de la faz contractual cuando se define las sociedades de capital (arts. 1° de la Ley 18.046 y 424 CCom), que origina distintas clases de relaciones. Cada una de ellas tiene una lógica de funcionamiento diversa, que se puede explicar acudiendo a la tradicional división entre justicia general, distributiva y conmutativa. El interés social no comporta un sumatoria de los intereses particulares de los distintos accionistas, sino una realidad distinta y con contenido propio. Consiste en aquello que caracteriza la sociedad como persona jurídica diferenciada y refleja la importancia de conservar sostenidamente la entidad para el cumplimiento de sus fines en el tiempo. En varios trabajos escritos hacia mediados del siglo XX, Julio Philippi explicaba este interés a partir del concepto de bien común: por su carácter de cuerpo intermedio, las sociedades tienen su propio bien común particular, de suerte que éste, una vez nacida la sociedad, se impone a las voluntades individuales de sus socios, creando derechos estatutarios. De ahí que los directores vean en él un límite a la discrecionalidad empresarial: no pueden proponer modificaciones de estatutos ni acordar emisiones de valores mobiliarios o adoptar políticas o decisiones que contravengan el interés social (art. 42, núm. 1 de la Ley 18.046), y deben “también, entre otras conductas, abstenerse de proponer, acordar o realizar actos o contratos, o tomar decisiones que no tengan por fin” dicho interés (art. 79 del Reglamento de sociedades anónimas). Como cualquier órgano de gestión, el cometido del directorio está guiado por la búsqueda del bien común institucional, cuya materialización exige el respecto de la legalidad vigente merced al “deber de obediencia”. Esto significa que las decisiones que se adopten pueden eventualmente perjudicar a uno o más de los accionistas, o a una clase de ellos, siempre que el bien de la sociedad se preserve en el tiempo. Algo de eso fue discutido en 1995 a propósito del caso de la deuda subordinada.

El debate en torno al concepto de interés social dista de haber concluido. Como fuere, lleva razón Luis Hernando Cebría cuando señala que “los enfoques contractuales e institucionales en torno a las sociedades son dos caras de la misma moneda y ordenan su naturaleza dual”, pues uno atiende a la dimensión jurídica y el otro a la proyección económica que envuelve el fenómeno. Es la ambivalencia que también subyace en la distinción entre sociedad y empresa. En la actualidad, la tendencia apunta a una mirada global de la sociedad como agente que actúa en el mercado y establece relaciones con múltiples personas y comunidades. La penetración de la responsabilidad social corporativa y el cumplimiento normativo así parecen demostrarlo. Habrá que ver si esas ideas comienzan a ser recogidas también por la jurisprudencia. De momento, al menos, la doctrina ha incrementado la discusión.