El Líbero

Arturo Fermandois 158x158

Cuando hubo que redactar las reglas que regirían la Convención, la primera pregunta fue: ¿Para qué queremos este órgano? ¿Cuál es su encargo? Había que comenzar explicitando este punto obvio, el que sin una regla formal, se prestaría para alimentar las mismas confusiones que se perciben en esta primera semana de funcionamiento del ente que preside Elisa Loncón.

Claro, porque la tentación de poder total para un órgano recién elegido cuyo cometido era sólo redactar y proponer una norma suprema, sería inevitablemente… suprema. Qué mejor que sentirse y actuar -de derecho o de facto- como asamblea plenipotenciaria, arrogándose facultades legislativas o gubernativas, destituyendo autoridades, pauteando la marcha del país. Esto había ocurrido en diversos grados en procesos constituyentes vecinos. En Ecuador el proceso comenzó con un grave conflicto de poderes entre el Tribunal Supremo Electoral y el Congreso, incluida la destitución de 57 diputados (2007).

Pero nada de esto era ni es posible en Chile. Ni el acuerdo político del 15 de noviembre de 2019 ni la ruta para una nueva Constitución pasaba por un extraño interregno de gobierno de asamblea colectiva, con fusión de poderes, suspensión de autoridades o levantamiento del Estado de derecho. Ese absurdo camino, ruta directa a la anarquía y eternización de la violencia, fue proscrito. Tampoco se llegó en Chile -afortunadamente- a un estadio terminal de la democracia, propio de un quiebre total del Estado, del derecho y de sus órganos, con el advenimiento de la fuerza bruta y posible enfrentamiento armado abierto.

En consecuencia, la sujeción plena de la Convención al derecho fue abordada y establecida al detalle en la Comisión Técnica que redactó el borrador del que sería la ley N° 2.200, que rige el proceso constituyente (Capítulo XV de la Constitución). Los artículos 135 a 137 de la Carta, especialmente, no dejan la más mínima duda: el encargo que se confía a la Convención es muy trascendente, pero sus poderes son acotados, subordinados al derecho y efímeros en el tiempo. La Convención sólo existe para redactar y aprobar la “propuesta de texto de Nueva Constitución” (137 inciso final). Y sigue: “Le quedará prohibido a la Convención, a cualquiera de sus integrantes o a una fracción de ellos atribuirse el ejercicio de la soberanía, asumiendo otras que las que expresamente le reconoce esta Constitución” (135 inciso 3°). Pero, por si quedara alguna duda de que estamos frente a un poder constituyente derivado y no originario, ni ilimitado ni supremo como se pretende por algunos, este órgano “no podrá intervenir ni ejercer ninguna otra función o atribución de otros órganos o autoridades establecidas en esta constitución”.

Dos detalles relevantes completan el cuadro: la afirmación de plena vigencia de la Constitución de 1980 durante el proceso y la disolución automática de la Convención vencido su plazo. En lo primero, los impulsos para forzar a la Convención a actuar al margen de su competencia amenazan infringir la regla que dispone que durante el año de funcionamiento la vigencia de la actual Carta Fundamental continuará “sin que pueda la Convención negarle autoridad o modificarla” (135 inciso 2°). Recordemos lo obvio con un ejemplo: es la actual Constitución la que radica la facultad de amnistiar delitos en una ley aprobada por el Congreso Nacional. Pero el más terminante remate sobre el rol transitorio de la Convención se ubica en el inciso final del artículo 137, ya que una vez aprobada la propuesta de nueva carta “o vencido el plazo o su prórroga (un año), la Convención se disolverá automáticamente”.

Tanto la presidenta como el vicepresidente de la Convención ya acusaron recibo de las facultades limitadas del órgano que dirigen. Eso habla bien de su sentido jurídico y de realidad. Ambos exhiben valiosos pergaminos académicos. Pero a renglón seguido pasaron a afirmar -junto a varios convencionales más- que usarán todas las vías políticas para promover y probablemente forzar una amnistía de delitos cometidos en democracia, cuyas investigaciones están en curso por el Ministerio Público y Poder Judicial. Como las “vías políticas” -visibilidad pública y capacidad de interlocución- provienen sólo de sus cargos de convencionales, están incurriendo en una distorsión de sus funciones y encaminándose a un uso indebido de la institución pública que dirigen. Hacer declaraciones sobre temas contingentes que son competencia de otros órganos no es una facultad que “expresamente se le haya conferido” a la Convención.

Entonces, aun si el sentir sobre la amnistía es mayoritario en la Convención, debe evitarse profundizar esta línea de desborde tan temprano de competencia. Declaraciones individuales y un eventual acuerdo colectivo ya son graves, pero si esto se extremara al punto de detener o perturbar el funcionamiento de la Convención mientras el Congreso no despache tal o cual legislación, entonces el proceso habrá comenzado con el pie izquierdo: usando la confianza pública para perturbar facultades institucionales ajenas, hacer dejación de las propias y agraviar a la minoría disidente.

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