El Líbero

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Hoy, en el contexto de la discusión constitucional que se lleva adelante en Chile, se nos quiere convencer de las supuestas bondades de volver a un orden social basado en el dirigismo estatal.

Tal como se expuso en la columna anterior, una de las críticas que se han formulado a la Constitución de 1980, es que ella habría venido a establecer entre nosotros un orden social basado en el egoísmo. La demostración de ello radicaría, según afirman los críticos, en la restricción de las atribuciones del Estado y, en particular, de aquellas vinculadas a la provisión de las prestaciones a que darían lugar los así llamados “derechos sociales”.

Subyace a la crítica a la que se ha hecho referencia, la idea de que las soluciones a los problemas públicos sólo pueden generarse a través del Estado y sus organismos. De esta manera, lo que se termina por asumir es que cada problema público exige, siempre y necesariamente, una respuesta estatal. Así, la única opción admisible (e incluso legítima), vendría a estar dada por la constitución de un orden social basado en una suerte de solidaridad forzada, administrada desde el Estado. Esta posición no es del todo ajena a la historia de nuestro país. Muy por el contrario, ella tiene bastante que ver con la pendiente colectivista por la que Chile se deslizó desde finales de la década de 1920.

La Constitución de 1980, en cambio, buscó establecer las bases que permitieran la configuración de un orden social en que la actividad de las personas pudiera producir respuestas eficaces a las necesidades de la sociedad, sin que ella tuviera que ser estrictamente dirigida por autoridades estatales que se aferrasen a un “plan maestro” previamente diseñado. En otras palabras, un orden social en que el respeto de la libertad permite la generación de soluciones privadas a los problemas públicos.

Chile vivió en ese orden en las últimas décadas, y demostró en los hechos que la garantía efectiva de la propiedad privada y de la libertad económica no constituyen la antesala del infierno, tal como parecen entender algunos académicos e intelectuales de moda, sino que, muy por el contrario, son la base que permite la cooperación de personas y la generación de resultados positivos para la sociedad en su conjunto.

Lo más importante, sin embargo, y parece crucial no pasarlo por alto, no está en dichos resultados por sí solos (más allá incluso de la profunda transformación que supusieron en las condiciones de vida de millones de compatriotas), sino en que ellos fueron consecuencia de un orden social que se basó en el respeto a la libertad humana. Ese orden social permitió que personas que no se conocían entre sí, y que, incluso, no pensaban de igual manera, pudieran colaborar, voluntaria y eficazmente al logro de sus distintos objetivos, beneficiando, al hacerlo, a la sociedad en su conjunto.

Hoy, en el contexto de la discusión constitucional que se lleva adelante en Chile, se nos quiere convencer de las supuestas bondades de volver a un orden social basado en el dirigismo estatal. Se podría decir que los resultados que han producido en general tales experiencias, tanto entre nosotros como en Latinoamérica, no han estado precisamente asociados al mejoramiento de las condiciones de vida de las personas, sino muy por el contrario. Sin embargo, en la hora actual parece más relevante recordar que desconocer la libertad no es una forma de combatir el egoísmo y promover la solidaridad, sino un atentado a la dignidad humana.

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