El Líbero

Marisol Peña 158x158

Las declaraciones de esta última semana hacen imperativo que la nueva Constitución contemple mecanismos que nos den a todos los chilenos -y no sólo a algunos- garantías eficaces de que la democracia seguirá moldeando nuestra convivencia.

Ha llamado la atención que, en estos últimos días, la exigencia de “garantías democráticas” haya sido recurrentemente planteada tanto por un grupo de convencionales constituyentes como por el precandidato presidencial del partido comunista, Daniel Jadue.

Ello exige una precisión. En términos constitucionales solemos distinguir entre “derechos” y “garantías”. Los primeros son aquellas facultades que les reconocemos a las personas por su propia naturaleza y que emanan de su dignidad sustancial. Las garantías, en cambio, son mecanismos para hacer eficaces los derechos a fin de evitar sus vulneraciones y restituir su pleno ejercicio.

¿Debe garantizarse la democracia? La respuesta es, sin duda, positiva. Y aun cuando Karl Popper consideraba una paradoja que la democracia, que de suyo es abierta y pluralista, tuviera que contemplar mecanismos de protección, la historia ha demostrado que esas garantías son necesarias.

Es así como en Alemania, hasta el día de hoy, el Tribunal Constitucional Federal tiene la facultad de declarar inconstitucionales a los partidos políticos que, por sus fines o por el comportamiento de sus adherentes, tiendan a desvirtuar o eliminar el régimen fundamental de libertad y democracia o a poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania. Claro, Alemania tiene una historia de desvirtuación de la democracia desde adentro a manos del régimen nazi.

Una norma similar fue establecida en el texto original de la Constitución de 1980 (artículo 8°), pero en el año 1989 fue derogada debido a los problemas interpretativos que acarreó su aplicación. No obstante, como en Alemania, esta norma se basaba en la desvirtuación de la democracia llevada a cabo por el gobierno de la Unidad Popular según lo declarara la propia Cámara de Diputados en su Acuerdo del 22 de agosto de 1973. De allí que, aunque en la reforma constitucional de 1989 se derogó el primitivo artículo 8°, su contenido sustancial pasó al actual artículo 19 N° 15° de la Carta Fundamental, que parte por garantizar el pluralismo político y sigue confiando la declaración de inconstitucionalidad de las conductas que se estiman contrarias a la democracia, al Tribunal Constitucional.

De los ejemplos recordados podemos deducir que las garantías democráticas suelen contemplarse en la propia Constitución. No son producto de exigencias de determinadas personas o grupos que puedan imponer condiciones a su arbitrio, simplemente porque la democracia es patrimonio de todos y no sólo de algunos. O, como señala la Carta Democrática Interamericana de la OEA, del año 2001, es un “derecho de los pueblos de América.”

Hoy resulta impopular hablar de democracia “protegida”, porque ha sido desfigurada por su asociación con el régimen de Pinochet. Pero todo indica que las declaraciones de esta última semana hacen imperativo que la nueva Constitución contemple mecanismos que nos den a todos los chilenos – y no sólo a algunos- garantías eficaces de que la democracia seguirá moldeando nuestra convivencia.

Esas garantías no pasan, por cierto, por interferir en las atribuciones de los poderes del Estado ni por exigir la subordinación democrática de los militares al poder civil que ya fue garantizada por la reforma constitucional del año 2005. Más bien, se trata de redactar normas constitucionales que contemplen la separación de los poderes del Estado con adecuados frenos y contrapesos, el fortalecimiento de la independencia del Poder Judicial que es el legítimo guardián de nuestros derechos y libertades y, por cierto, la existencia de una jurisdicción constitucional poderosa y con adecuados nombramientos que defienda, a ultranza, la supremacía de la Constitución. Finalmente, no olvidemos que el accountability ciudadano ha llegado para quedarse: los propios ciudadanos tenemos derecho a exigir cuentas a nuestras autoridades en base a sus actuaciones debidamente transparentadas.

Al fin y al cabo, democracia es el “gobierno del demos (pueblo)”, no de algunos convencionales constituyentes o de un precandidato presidencial.

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