Mercurio Legal 

José Francisco García 158x158

Las definiciones canónicas de Constitución suelen poner énfasis en su dimensión constitutiva/normativa (ley fundamental del Estado), la supremacía constitucional (superior al resto de las leyes y normas), la dimensión orgánica (establece y delimita los poderes públicos) y dogmática (reconoce, define, ampara los derechos y libertades fundamentales). Por supuesto, es posible todavía encontrar conceptualizaciones que enfatizan la dimensión política de la misma, o bien, técnicas especialmente relevantes (rigidez o pesos y contrapesos). Con todo, menos atención se pone al complejo entramado de relaciones entre todas sus partes, y especialmente entre la arquitectura orgánica y la parte dogmática, la que permite identificar, en parte el ethos de una constitución, en parte, su eficacia. Parece una cuestión extraordinariamente abstracta, sin embargo, tiene gran relevancia práctica de cara a nuestro proceso constituyente.

A la hora de reflexionar en torno a esta cuestión, pienso en los aportes de mentes jurídicas agudas que también intentaron enfatizar en sus obras más importantes esta cuestión. Por lo demás, al hacerlo, tuvieron en mente las complejidades de una constitución escrita.

Hamilton, Madison y Jay en El Federalista, en medio del debate de ratificación de la Constitución Federal de 1787 en el estado de Nueva York –aunque sus ideas, tendrían alcance nacional en dicho debate y, por supuesto, en la posteridad- eran críticos de las cartas de derechos. En el penúltimo ensayo, N° 84, explicarán por qué la Constitución – entendida como la arquitectura orgánica de la Constitución, la constitución del poder político y luego la serie de límites, pesos y contrapesos, técnicas contramayoritarias, etc.- es en sí misma (“en todos los sentidos racionales y para todos los propósitos útiles”) una carta de derechos, y mejor garantía que esta (carta) para proteger los derechos y libertades fundamentales. Sabemos que en este debate los antifederalistas terminaron torciendo la mano a los primeros. La inclusión posterior de las diez primeras enmiendas (el Bill of Rights) fue fruto de la negociación política conducente a la ratificación de la Constitución. Nada menos.

Décadas más tarde, Juan Bautista Alberdi, de cuyas ideas surgió en buena parte la Constitución de Argentina 1853, si bien gran admirador de nuestra Constitución de 1833, cuestionó severamente varios de sus aspectos fundamentales –apuntando en parte al dogmatismo conservador de los Egaña-. Por ejemplo, algunos de sus arreglos institucionales y derechos tendían a retrasar el progreso económico, el desarrollo (tecnológico) de la industria y la agricultura, y el intercambio comercial. En parte por la forma en que se pensaban los poderes públicos frente a la economía (lo que hoy llamaríamos Constitución Económica), en parte porque la total falta de tolerancia religiosa (artículo 5°) inhibía la necesaria y urgente inmigración.

En términos contemporáneos quizás sea en Facticidad y Validez de Habermas donde encontraremos unos de los desarrollados más sofisticados en esta materia. En su proyecto por pensar las bases de un Estado Democrático de Derecho desde la teoría del discurso, y en lo que acá nos importa, garantizar esferas de autonomía privada/pública a los individuos/ciudadanos, enfatizará que no es posible contar con derechos públicos subjetivos (libertades clásicas) robustos sin tomar en serio el diseño de la Judicatura, la independencia judicial o las condiciones de acceso a la justicia; derechos sociales efectivos, sin pensar en cómo su necesaria configuración legislativa encuentra al poder legislativo, pero especialmente a la organización del Estado Administrador (y las administración públicas, en plural), y en su capacidad de implementar el programa legislativo. En fin, los derechos de participación política deben ir de mano con su capacidad de influir en la formación de las normas de la comunidad política.

De manera más reciente, Gargarella en La sala de máquinas de la Constitución –imagen que se ha vuelto recurrente entre nosotros-, entre muchas observaciones interesantes, vuelve sobre la forma relacional con que pensaron la constitución los liberales y conservadores decimonónicos como Alberdi, para quienes las estructuras de relación entre lo orgánico y dogmático resultaba decisivo a la hora de buscar un equilibrio (desbalanceado) entre las libertades económicas (para amplificar) y las políticas (para restringir). De ello, Gargarella nutrirá algunas de sus tesis más importantes, por ejemplo, la relación entre constituciones latinoamericanas generosas en sus cartas de derechos (especialmente sociales), de la mano con estructuras de organización del poder autoritarias, centralizadoras, etc. O, por ejemplo, que para hacer efectivos los derechos (sociales), se debe poner especial atención en el diseño de la Judicatura (las reglas de selección de jueces) o las reglas procesales asociadas al acceso a la justicia (por ejemplo, las reglas de legitimación activa). También influye en sus ideas a la hora de pensar la relación entre las dimensiones representativa y participativa de la democracia.      

Por supuesto, muchas de estas cuestiones también se expresan en las tensiones intra-derechos o intra-orgánicas. Ello nos lleva a pensar, por ejemplo, los necesarios equilibrios entre los derechos civiles y políticos y los sociales. En este sentido, el maximalismo del debate sobre derechos sociales ha tendido a oscurecer una visión sistémica sobre los derechos fundamentales y la búsqueda de un cierto equilibrio estructural. Las concepciones intuitivas de los derechos fundamentales invitan a redactar libremente derechos en las constituciones y, lo que es más grave, sobre la base de que es posible que sean exigibles y maximizados cada uno de ellos. Con todo, una constitución que no establece un equilibrio adecuado de los derechos es una que genera incentivos a buscar maximizar solamente los derechos sociales en desmedro de los derechos civiles y políticos. Ello tiene dimensiones institucionales que debemos considerar. Por ejemplo, no es posible un Estado de derecho, una economía de mercado robusta, libertad de contratación y competencia, sino contamos con un derecho al debido proceso fuerte, sobre la base de una infraestructura institucional bien financiada. ¿Por qué invertir en seguridad pública o ampliar el número de tribunales de justicia, si esos recursos compiten con mejoras en las pensiones? No es fácil encausar este equilibrio, pero es, sin lugar a dudas, un desafío trascendental.

En materia intra-orgánica, este equilibrio está a la base de las definiciones más relevantes sobre régimen político (y la aplicación del principio de separación de funciones, y especialmente los ámbitos de acción del ejecutivo y el legislativo). También en la distribución territorial del poder y en particular los radios de acción específicos, compartidos, y transferibles entre el poder central y los gobiernos subnacionales (una reciente sentencia de la Corte Suprema argentina sobre la suspensión de clases presenciales en la ciudad de Buenos Aires, especialmente el voto de su Presidente Carlos Rosenkrantz, es ilustrativa de la distribución de competencias central-subnacional, aunque en un contexto federal). En fin, el equilibrio en la distribución funcional desde el Estado Administrador actual, a órganos constitucionales autónomos de naturaleza administrativa, agencias regulatorias independientes, servicios o entes públicos autónomos, etc.  

En suma, no se trata de un problema teórico –aunque la riqueza, tensiones, y complejidades de esta cuestión puede importar varias clases de discusión en primer año de derecho constitucional-. Tiene dimensiones muy prácticas para el proceso constituyente; está a la base de algunas de las controversias más importantes en torno al Reglamento de la Convención Constitucional, por ejemplo, contar con instancias y mecanismos que promuevan una visión sistémica y coherente de la nueva Constitución.