El Mercurio

gabriel bocksang96x96

El Estado de Derecho, es decir, la sujeción de toda la comunidad política —gobernantes y gobernados— a un marco jurídico, hoy se encuentra gravemente comprometido en Chile. Así lo revela un conjunto de preocupantes síntomas.

Ante todo, el Estado de Derecho es inconcebible sin un régimen jurídico que asegure la protección de los derechos de las personas. Sin embargo, hemos visto proliferar atentados gravísimos a la vida y a otros derechos. El repertorio es muy variado, pero baste recordar cómo áreas completas del país están sometidas al control de organizaciones ilegales, violando la seguridad y tranquilidad de sus habitantes.

Lo anterior va de la mano con un segundo elemento: no puede haber Estado de Derecho sin orden público. No obstante, en nuestros días suele ponerse en un mismo nivel —en el mejor de los casos— el legítimo ejercicio de la fuerza por parte del Estado con la violencia ejercida por particulares contra la persona o bienes de otros, deslegitimando la existencia y la actividad de las fuerzas de orden. Esto es un suicidio institucional, el preludio de la anarquía y una carta blanca para la aplicación de la ley del más fuerte.

Por otra parte, no puede existir un Estado de Derecho sin respeto de las instituciones políticas. Quienes sirven cargos de autoridad en las diversas funciones estatales deben regirse por las normas establecidas y actuar en bien de la comunidad. Pero hemos sido testigos de una acelerada erosión de nuestro régimen político, en la que las mezquinas conveniencias, el incumplimiento de las reglas jurídicas, la lisonja de fáciles aplausos y la pérdida de una visión de bien común han terminado por desfigurar el funcionamiento de nuestras instituciones.

En cuarto lugar, parece difícil un Estado de Derecho verdaderamente operativo sin fortalecer un sentido básico de responsabilidad de los ciudadanos. Pero la lógica de los deberes hoy se encuentra totalmente eclipsada bajo una lectura radical de los derechos. En su paroxismo, si todo es derecho, en realidad nada lo será; el derecho dejará de designar un criterio de justicia y se enfocará en sustentar anhelos subjetivos. Si estos no son satisfechos, se conducirá a la frustración de las personas y a la deslegitimación del sistema jurídico.

Tampoco puede haber genuino Estado de Derecho sin una poderosa sociedad civil que, sobre la base de la primacía de la persona, favorezca un equilibrado desarrollo y contrarreste cualquier impulso hegemónico del aparato estatal. Sin embargo, parece ignorarse el rol que cumplen la familia y los cuerpos intermedios —fundaciones, corporaciones, sociedades, agrupaciones de todo tipo— en una saludable configuración de la vida en común.

Por último, es difícil forjar un Estado de Derecho sin un espíritu de unidad. ¿Qué idea tenemos hoy del sentido de unidad de Chile? ¿Acaso Chile no parece cada vez más un grupo de individuos sin mayor relación entre sí, con lo que nuestro país como entidad política parecería carecer de sentido? ¿O, por el contrario, es Chile una realidad dotada de ciertas características, cuyas virtudes hay que potenciar, cuyos defectos hay que remediar, cuyas tradiciones se deben reconocer y cuya cohesión se debe cultivar?

A pesar de crecientes clamores, aún son insuficientes las medidas que hagan frente a la vulneración de los derechos de las personas, al desorden público, al desprecio de la institucionalidad, a la seducción de la irresponsabilidad, al grave debilitamiento de la sociedad civil y al extravío de un sentido de unidad política.

Mientras los focos de la pandemia y del proceso constitucional absorben la atención de todos, el Estado de Derecho parece estar naufragando silenciosamente en el trasfondo.

No sea que, disipadas las nieblas de la pandemia y concluido el proceso constitucional, no quede mucho sobre lo cual construir el Chile del futuro. Y como una parodia cruel de la memorable frase de Carlos Dittborn relativa al Mundial de 1962, tengamos que contentarnos con enunciar 'porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo'.