La Segunda

Sebastian Soto 158x1582

La discusión Desde hace un buen número de años, círculos políticos e intelectuales vienen promoviendo el abandono del presidencialismo. En los noventa incluso se coqueteó con la opción parlamentaria, pero ya entrados los años el influjo semipresidencialista es el que se ha tomado la discusión. Desequilibrio y gobernabilidad Es cierto que el presidencialismo tiene problemas; lo que no me parece convincente es que se necesite transitar hacia un sistema semipresidencial para resolverlos. Y es que el semipresidencialismo no resuelve los problemas señalados e incluso amenaza con crear algunos nuevos. Detengámonos primero en el desequilibrio Ejecutivo-Congreso que se reclama del presidencialismo. La verdad es que, en el Estado moderno, los poderes ejecutivos han asumido creciente mente el poder en perjuicio de las legislaturas.

“Vivimos en un régimen de gobierno centrado en el Ejecutivo”, nos dicen Posner y Vermeule; el Ejecutivo es el “poder que más sabe” escribe Sunstein, donde se aloja el conocimiento y la técnica de la burocracia. Por eso es ahí donde se toman las decisiones. Esto no solo es una característica de los mas presidenciales sino también de los parlamentarios. En ellos se ha producido una creciente presidencialización del régimen de gobierno. Ello, tanto porque la figura del Primer Ministro se parece crecientemente a los presidentes del presidencialismo, como porque hoy los ejecutivos son los que concentran el poder.

No por nada dos autores que han estudiado una decena de países con regímenes parlamentarios afirman que vivimos en una época de presidencialización de la política (Proguntke y Webb, 2005). Por eso debemos asumir que la forma de ejercer el poder actualmente es una más próxima a los ejecutivos poderosos donde las legislaturas no gobiernan pues carecen de capacidades institucionales e incentivos para gobernar. Los parlamentos y los parlamentarios son contrapartes de “sentido común”, como se les ha denominado, sin que tengan la estructura institucional para la toma de decisiones complejas. A lo Más pueden servir de contrapesos, pero nunca liderar decisiones. Los procesos de toma de decisiones en los parlamentos y los incentivos de los parlamentarios hacen casi imposible gobernar estructuras complejas, como son las del Estado moderno. En este escenario, reduce su importancia el desbalance que se reclama del presidencialismo chileno. Y, por lo mismo, la causa a favor del semipresidencialismo pierde uno de sus argumentos. Cualquiera sea el régimen que tengamos, el desbalance parece ser hoy un elemento común del Estado moderno. Esto no quiere decir que no se deBen modificar ciertas reglas que hoy se reputan como excesivamente presidencialistas. Lo importante es que esos cambios deben buscar un objetivo distinto al mero balance de atribuciones.

Y, por cierto, para hacerlos no es necesario un cambio de régimen. ¿Y qué hay de la gobernabilidad? ¿ Mejora el régimen semipresidencial la gobernabilidad que al presidencialismo parece serle esquiva? A mi juicio, tampoco es el camino. El régimen semipresidencial gene= ra al interior del Poder Ejecutivo un dualismo complejo.

Al incorporar la figura del Primer Ministro, que no responde a la confianza del Presidente de la República sino a la del Congreso Nacional, el semipresidencialismo crea dos figuras con vocación de poder al interior del Ejecutivo. Estas figuras entrarán en una permanente competencia y conflicto. Así estamos llevan= do al interior de La Moneda el conflic= to que hoy se da entre el Congreso y el Ejecutivo. Por eso es posible que haya un permanente enfrentamiento entre las fuerzas del Presidente y las del Primer Ministro, sea que se expresen en el gabinete o en los funcionarios de la administración. Visto así, es un sistema que no genera cooperación y que no supera el conflicto o la obs= trucción, sino que simplemente lo traslada, Nada de esto es una buena noticia para la gobernabilidad. La única forma de evitar el con= flicto entre Presidente y Primer Ministro es quitándole poder al primero y dejándolo como una figura protocolar. Esta estructura, más propia de los sistemas parlamentarios, podría ser efectiva desde la perspectiva de la gobernabilidad pues un presidente que carece de poder no amenaza ni puede obstruir. Con todo, esta fórmula me parece inadecuada. Ante todo, porque al debilitar al presidente dañamos severamente la necesaria relación entre atribuciones y responsabilidades. Es decir, tendríamos un cargo sin atribuciones para asumir las responsabilidades que se le demandan. Se trata de un presidente electo popularmente con mayoría absoluta de votos que no puede ejercer el poder sino solo cuando logra persuadir al Primer Ministro. En un escenario político donde la ciudadanía demanda respuestas y acciones eficaces, no parece sensato vaciar las atribuciones presidenciales para transferirlas a una autoridad que la ciudadanía no eligió. Eso parece más bien una obstrucción que impone la política a las decisiones directas del electorado. Hacer algo así es un error, especialmente cuando debemos lecer la política más que debilitarla.

Si se quiere mantener la figura del Presidente de la República como la conocemos en Chile desde el siglo XIX, es decir, el líder político electo Popularmente, no es posible quitarle las atribuciones que le permitan resolver aquello para lo cual fue electo.

Como alguna vez dijo Patricio Aylwin, en Chile los grandes presidentes de nuestra historia son aquellos que “efectivamente mandaron”. Me temo que un régimen semipresidencial impediría que el presidente siga mandando y, en tal escenario, mejor sería evitar el dualismo y transferir el mando a otra autoridad. Es lo que ocurre en los regímenes parlamentarios donde, pese a haber presidentes, estos no son electos popularmente, precisamente para evitar esta disociación. Otros problemas del semipresidencialismo A lo dicho hay que agregar nuevos problemas que puede traer el semipresidencialismo a nuestro escenario político. El primero es la inestabilidad expresada en una sucesiva rotativa ministerial que en sistemas multipartidistas como el nuestro pueden ser regulares. El segundo, también común en sistemas multipartidistas, es el vacío que nace cuando no se puede formar gobierno. Esto paraliza al Ejecutivo con severas consecuencias para la marcha del país. Y el tercer problema es más ambiguo. El semipresidencialismo implica, en gran medida, que la mayoría parlamentaria pasa a gobernar. O, dicho con más precisión, hay una transferencia de poder de decisión alos congresos que dejan de ser contraparte de los ejecutivos para Pasar a tomar, al menos la mayoría, decisiones de gobierno. El semipresidencialismo también nos exige incorporar a nuestras reglas del juego instituciones extrañas en nuestra dinámica política. Un buen ejemplo es la disolución de las cámaras. Cualquier régimen semipresidencial debe tener un mecanismo que permita disolver las cámaras en momentos de conflicto entre Presidente y Congreso. Delo contrario, los votos de censura se= rían siempre favorables a la Legislatura. Con la opción de la disolución, el presidente puede enfrentarse al Congreso e intentar un triunfo, previa consulta a la ciudadanía. Esta idea ha rondado en Chile desde hace dos siglos. Hoy es un tema que vuelve a surgir y no son pocos los que proponen autorizar al presidente a disolver las cámaras como un mecanismo de resolución de controversias. Es difícil transmitir el dramatismo que este tipo de decisiones puede implicar. Una elección, cuya preparación requiere en Chile varios meses, detiene al país; más aún si la elección enfrenta al Ejecutivo y al Legislativo. Además, esta herramienta puede ser manipulada para intentar concentrar más poder en torno ala figura presidencial.

Así lo repitieron varios opositores a la reforma en el debate de la reforma del 70: será un “elemento de extorsión” dijo el senador Tomás Chadwick (PS); una forma para “que el presidente trate de obtener una mayoría que le sea afecta” advirtió el diputado radical Naudon. ¿Qué efectos tendría en la distribución de poder y en la política una atribución como esta? Es difícil adelantarlo, pero mucho me temo que no aseguraría estabilidad ni facilitaría la gobernabilidad.

Gobiernos de baja popularidad, como parece ser el destino de los ejecutivos en Latinoamérica, encontrarían en esta fórmula el mecanismo para intentar recuperar la esquiva adhesión; y la oposición, por su parte, vería en su uso una forma más de erosionar la autoridad del Gobierno. Hay un último argumento crítico del semipresidencialismo que vale la pena ponderar. Me parece que la política chilena es presidencialista; que nuestra cultura política es presidencial.

Estudiamos la historia de Chile de la mano de los presidentes de cada época, demandamos de los presidentes (y no de los legisladores) la solución a los pro= Blemas, regularmente nos referimos a la autoridad presidencial como el elemento aglutinador.

Y, en fin, para bien o para mal seguimos mirando a los presidentes como una suerte de redentores que, al decir de Krause, dan cuenta del trasfondo religioso de nuestra cultura latinoamericana que ha permeado siempre “la realidad política con sus categorías mentales y sus paradigmas morales”. Veo difícil sacudirse de esa intensa tradición que nos acompaña desde toda nuestra vida independiente.

Pero, pese a todo lo dicho, no puede olvidarse que el presidencialismo tiene problemas para generar cooperación entre el Ejecutivo y el Legislativo. ¿Cómo resolvemos aquello? Hacia un presidencialismo de coalición Los problemas del presidencia lismo pueden resolverse dentro del sistema presidencial, sin necesidad de un cambio de régimen. Para ello pienso que hay caminos, muchos de los cuales no requieren modificaciones constitucionales. El primero es empoderar al Congreso. Pero ello no pasa por transferirle más atribuciones, sino vigorizarlo para que sea un mejor espacio de deliberación. Otra forma de empoderar al Congreso es aumentar el prestigio de sus parlamentarios. Esa es tarea difícil. No requiere exigir más títulos o conocimientos, sino que depende más de la cultura y responsabilidad de sus miembros.

Pero, dado que las reglas pueden contribuir a fortalecer la cultura institucional, corresponde ceñir a los parlamentarios a un riguroso código de buenas prácticas que sancione a quienes, por algunos segundos en televisión, rompan normas de civilidad y buen comportamiento. No es difícil darse cuenta cuánto daña a la imagen de toda la institución el que uno de sus miembros se pase de listo. Todo esto podría volver a dotar al Congreso Nacional de poder político. Y no pasa tanto por reglas como por la capacidad de ser el escenario en el que se definen los grandes debates del momento. El segundo conjunto de medidas para resolver los problemas del pres; dencialismo está dado por dotar a los presidentes de una “caja con herramientas” adecuadas para mantener sus Coaliciones legislativas con vida. Un reciente libro desarrolla el tema.

Su título no puede ser más aplicable a Chile: “Presidencialismos de coalición en perspectiva comparada, presidentes minoritarios en sistemas multiparidis tas”. El libro propone diversas herramientas con las que debiera contar el presidente para que su coalición legislativa sobreviva en una época de presidencialismos de minoría en sistemas multipartidistas. Todas ellas buscan aumentar los espacios de cooperación. Para lograrlo hay dos vías. Con el oficialismo, los presidentes deben generar mecanismos de adhesión para fortalecer las lealtades. Con la oposición los presidentes deben ofrecer espacios de cooperación e incentivos para hacerlo. La caja de herramientas, como la denominan los autores, alas que pueden recurrir un presidente y un sistema político son variadas.

Pero aquí van algunas que plantean de modo general los autores y que aterrizo a nuestra realidad: i) promover partidos políticos más fuertes y disciplinados autorizando, por ejemplo, las órdenes de partido en ciertas materias y sancionando el discolaje; ii) usar los gabinetes como mecanismos para construir coaliciones facilitando el tránsito de parlamentarios del Congreso al Gobierno y viceversa; iii) crear reglas formales que permitan incorporar al oficialismo en los beneficios de ser Gobierno, como la iniciativa exclusiva parlamentaria; iv) crear algunos espacios de negociación institucionalizados en la Ley de Presupuestos o en la calificación de las urgencias; v) institucionalizar figuras nales que hoy operan informalmente como el comité político u otras que vinculan a los ministerios con las comisiones legislativas del área; vi) a fin de reducir el obstruccionismo por la vía de la pasividad, modificar el sistema de urgencias para imponer plazos más realistas de discusión pero, al mismo tiempo, exigir que los proyectos se voten vencido el plazo. Algunas de estas propuestas tienen expresión constitucional y otras, solo legal.

Lo relevante es que todas, cada una a su modo, entregan herramientas para acercar al oficialismo a La Moneda o abren nuevos espacios de cooperación y negociación con la oposición que per= mitirían mayor fluidez en el ejercicio del Gobierno. Esto no cambia el régimen político, simplemente lo adecúa a una nueva realidad: presidentes con coaliciones minoritarias en sistemas multipartidistas. Un último elemento a considerar para construir un presidencialismo de coalición se relaciona con la dinámica de las elecciones. No se trata de repetir lo que ya anoté sobre el sistema electoral; cualquier modificación a este per= Mite suponer que mantendremos en Chile un régimen multipartidista. Que el binominal no haya logrado quebrar esa tradición es prueba de que el multipartidismo está intensamente atado a nuestra tradición. Pese a ello, es posible idear alguna fórmula para facilitar la formación de coaliciones en torno al liderazgo de la figura presidencial.

Esto permitiría una mejor fluidez entre el Gobierno y sus partidos en el Congreso Nacional. ¿Cómo hacerlo? La Constitución de 1925 intentó hacerlo por la vía de la participación del Congreso pleno en la elección del presidente, en caso de que ninguno de los candidatos hubiera obtenido la mayoría absoluta en la elección presidencial. De esa forma, se pensaba, el Congreso construiría una coalición mayoritaria en torno a la figura presidencial que requería su aprobación.

Sabemos que esa fórmula no funcionó en tal sentido y la ratificación que ungió como presidentes a González Videla, Ibáñez, Alessandri y Allende no dio origen a una coalición de mayoría, sino que solo vino a consolidar ese pre= sidencialismo de “doble minoría”, como lo han llamado Arriagada et al. La Constitución vigente intentó vincular al presidente con su coalición mediante la instauración de la segunda vuelta. Este mecanismo no solo permite la elección de presidentes de mayoría, sino que también promueve coaliciones mayoritarias en torno a su figura.

Sin embargo, la vinculación entre el presidente y su coalición al momento de la elección hoy es distante dado que la primera vuelta está transformándose crecientemente en una competencia entre varias fuerzas sin vocación de coalición. Elescenario sería distinto si la elec= ción parlamentaria se desarrollase en la fecha de la segunda vuelta presidencial y no, como es hoy, en la primera. Esta modificación tiene dos ventajas. La primera es que facilita un presidencialismo de coalición pues motiva alos partidos a conformar alguna en torno a las dos figuras presidenciales en competencia. Tanto el presidente como los congresistas electos de su coalición tendrían razonables motivos para sen= tirse mutuamente necesarios en el triunfo y, por lo mismo, para negociar previamente los términos de la futura colaboración. Un segundo argumento es que esta figura posiblemente facilite que la coalición del presidente electo obtenga mayoría en el Congreso. De esta forma, no solo procuramos un presidencialimo de coalición, sino que ade= más creamos herramientas para ver que esa coalición sea mayoritaria.

Esta fórmula es similar al modelo francés, donde la elección parlamentaria se realiza dos meses después de la presidencial para precisamente incentivar que la mayoría que eligió a un presidente reitere ese apoyo al elegir a sus parlamentarios.

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