El Mercurio

Sebastian Soto 158x158 2019

¿Cómo debe organizarse el poder? ¿Se deben o no incluir los llamados derechos sociales? ¿Cuál es el futuro del Tribunal Constitucional? ¿Está en riesgo el derecho de propiedad? Son algunas de las preguntas que el profesor de Derecho UC y miembro del Consejo de Defensa del Estado, Sebastián Soto, intenta responder a través de su último libro publicado por Ediciones UC. Aquí, algunos fragmentos de ese texto, en los que aborda el papel de la centroderecha previo al plebiscito de octubre.
Las cifras de daños y hechos violentos tendieron al alza, alcanzando su punto más alto en los días posteriores al 18 de octubre. Ese mes hubo un promedio de noventa eventos graves diarios (incendio, saqueos y destrucción de propiedad pública o privada). En noviembre el promedio se redujo a treinta y en diciembre ya fue solo de tres. A mi juicio, más angustiante que la violencia desatada fue otra cosa: a partir de ese día se hizo evidente que el Estado no tenía real capacidad para controlar el orden público.

Nunca un Estado podrá controlar a numerosos grupos violentos que, actuando con mayor o menor coordinación, pretenden destruir y causar temor en la población. Esta es una máxima de cualquier sociedad compleja donde el temor a la sanción y una cierta confianza entre nosotros disuade los comportamientos antisociales. Cuando el caos impide la sanción estatal y la confianza entre nosotros lleva años suficientemente deteriorada, la disuasión desaparece y volvemos a vivir en una sociedad donde, por momentos, las reglas no las fija el Estado. Así vimos arder el metro; saquear supermercados, iglesias, museos, comercio, hoteles; enfrentamientos con las policías; calles arruinadas y paredes vandalizadas. La destrucción de la ciudad fue el inicio de los tiempos recios.

En este escenario de violencia y movilización disruptiva, el país se detuvo. El Gobierno intentó sin éxito hacerlo andar de nuevo dando mayores certezas respecto al orden público. Y la oposición, quién sabe si por irresponsabilidad o por culpa, dio un significado a lo sucedido que terminó, al menos en alguna medida, por validar la violencia destructiva. No es posible condenar la violencia y al mismo tiempo vestir de épica aquello que sucedía diariamente en todo el país, pero con especial fuerza en las decenas de cuadras que rodean la Plaza Baquedano, el Palacio de La Moneda u otros espacios céntricos de las ciudades de Chile. Por eso finalmente las oposiciones terminaron confundidas en una sola voz, la más vociferante, que terminó por significar lo que había ocurrido.

En todo este ambiente había que jugar alguna carta lo suficientemente poderosa para retomar la pacificación. Y todos saben que, en los momentos de crisis, solo algunas cartas están sobre la mesa.

La más común en el mundo es la salida, cruenta o incruenta, de quien ocupa el sillón presidencial. Haber siquiera pensado en esta fórmula hubiera sido no solo el fin del Gobierno, sino también un gesto de debilidad que se hubiera repetido una y otra vez en los años sucesivos. El término de los gobiernos no sería ya, como en las sociedades desarrolladas, con el cumplimiento del plazo, sino que con la llegada de alguna asonada más o menos violenta acostumbrada a derribar gobiernos. Por eso, repetía la política democrática, el Gobierno debe gobernar hasta el último día.

La otra carta que estaba sobre la mesa era la constitucional. No la había puesto el Gobierno sino que, ya lo dijimos, la centroizquierda. Era, sin embargo, la carta que permitía hablar de política. Y, si había una cosa en la que era necesario insistir, es que la salida a la crisis debía ser política. Por eso, a las pocas semanas el presidente Piñera y su coalición iniciaron las conversaciones para ver la posibilidad de jugar esa carta. Y se jugó, con el dramatismo propio de los momentos difíciles, ese 15 de noviembre cuando la mayoría de las fuerzas políticas, con excepción del Partido Comunista y parte del Frente Amplio, suscribieron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.

PLEBISCITO 2020: ¿UNA SALIDA ACERTADA?

La realidad que impuso la crisis, como lo he dicho, requería de una reacción profunda que permitiera canalizar el descontento por los, a esa altura, estrechos cauces de la política. La izquierda, que venía predicando la Nueva Constitución como el elixir salvador, no veía alternativa sino la constitucional. Y en la centroderecha la necesaria pacificación bien valía abrir la discusión constitucional. Por eso el acuerdo incorporó la 'Paz Social' y la 'Nueva Constitución'. Después de la firma el ambiente político volvió a mejorar por algún tiempo y parecía que la clase política, sabedora que al final las campanas también doblaban por ellos, retomó cierta responsabilidad y altura.

Es cierto. Ese ambiente duró poco. Apenas cinco días después de la firma del Acuerdo, la acusación constitucional contra el Presidente anunció que la política volvía a ser un campo de batalla y que la centroizquierda no tenía fuerza alguna para oponerse a lo políticamente correcto. Vaciada de contenidos propios, no vio otra opción que seguir el ritmo de aquellos que no habían firmado el Acuerdo Político. Y, dentro del Congreso, la intransigencia del Partido Comunista y de parte del Frente Amplio los inhabilitó para defender aquello que explícita y tácitamente se habían comprometido esa madrugada.

¿Hizo trampa la centroizquierda? Posiblemente, sí. Aunque se requiere más perspectiva para asegurarlo, es evidente que el Acuerdo, al dejar fuera a los extremos, implicaba también no dejarse llevar por ellos en todo lo que venía hacia adelante. Y la centroizquierda, en sus actuaciones posteriores, ha hecho lo contrario, manteniéndose atada a las estrategias del Partido Comunista y de la izquierda más radical del Frente Amplio. La cuestión previa para detener la acusación constitucional contra el Presidente, por ejemplo, fue rechazada por casi toda la centroizquierda que pretendía seguir adelante. La conducta displicente para condenar la violencia y los silencios de muchos son, en los hechos, la renuncia a apoyar uno de los pilares del Acuerdo.

¿Fue ingenua la centroderecha? Tal vez lo fuimos; aunque la frontera que divide la ingenuidad de la confianza en la política es demasiado tenue. Es mejor preguntarse si atrincherarse hubiera sido una mejor salida. Al final solo lo sabremos cuando todo esto haya terminado.