El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 158x1582

La frase del título se atribuye a Margaret Atwood, pero es también un recurso argumentativo de la jurisprudencia inglesa sobre derecho administrativo. Acuñada por Lord Johan Steyn, ella expresa que las decisiones y procedimientos de la Administración no dependen de los gustos de los jueces o de los deseos de los organismos públicos, sino que se deben juzgar conforme a las circunstancias en que se producen. Mucho antes, Savigny (1779-1861) había señalado que las leyes defectuosas, que son aquellas redactadas de manera indeterminada o que conducen a resultados incorrectos, se interpretan acudiendo a criterios propios, entre ellos su contexto. La razón estriba en que el derecho es un tejido compuesto de muchos hilos diversos que se entrelazaban por unos operarios humanos hasta lograr una tela inconsútil.

Este 14 de diciembre, el Código Civil celebra 165 años. Los aniversarios redondos siempre son una buena ocasión para un análisis valorativo, sobre todo cuando se trata de uno de los códigos más antiguos que permanece en vigor. Una conclusión simplista lleva a pensar que el derecho civil no ha cambiado en todo este tiempo, porque el cuerpo fijador que lo vertebra ha permanecido casi inalterado en materia de obligaciones y contratos. Esta afirmación es cierta sólo desde la perspectiva del texto o “sistema interno”. Pero el operador jurídico no elucubra en el vacío, sino que trabaja con hechos que reclaman una respuesta justa. De ahí que más importante que las reglas sea el contexto donde ellas se desenvuelven y que da origen al llamado “sistema externo”. No resulta extraño que un ensayo de Natalino Irti destinado a explicar una regla equivalente al artículo 1560 CC se titule Texto y contexto (1996), porque también en esa sede la aplicación práctica es relevante (art. 1564 III CC).

El derecho civil chileno ha mantenido la parte nuclear de su texto, pero el contexto ha variado sustancialmente desde 1855. Se podría decir, parafraseando a Joaquín Trujillo, que “roto el estilo, queda el símbolo”. Si el derecho privado comporta “una exploración sofisticada de lo que una persona puede exigir a otra en derecho”, como sostiene Ernest Weinrib, entonces resulta crucial atender al ambiente que rodea una ley para desentrañar su sentido y así asegurar la debida correspondencia y armonía entre sus partes (art. 22 CC), porque éste refleja las coordenadas conceptuales que permiten comprender su funcionamiento y fines. El derecho patrimonial se caracteriza hoy por su gran densidad y complejidad, incluso con superposición de órdenes normativos. Para darle descubrir la respuesta razonable hay que acudir al entorno de situación que rodea un concreto fenómeno jurídico, donde comparecen también factores económicos, políticos y culturales. Como dice Alejandro Nieto en su “manifiesto” del realismo jurídico, “el derecho cambia no cuando aparecen leyes nuevas, sino cuando se altera la mentalidad de quienes las manejan y practican”.

Los cambios experimentados por el derecho privado provienen de una creciente legislación extravagante y de la labor creativa de la jurisprudencia. Si bien ambas tendencias fueron estudiadas cumplidamente con ocasión del sesquicentenario del Código Civil, conviene revisar qué ha sucedido en estos últimos 15 años mediante algunos ejemplos que reflejan las tensiones entre la letra de la ley y el derecho practicado.

Comencemos por el derecho civil de extramuros. Corresponde a Natalino Irti haber empleado el término “descodificación” para caracterizar el último cuarto del siglo XX. Entre los muchos sentidos de esta expresión, dicho autor se decanta por aquel que expresa el desplazamiento del Código Civil como centro neurálgico del sistema de derecho privado debido a la aparición de leyes singulares que se ocupan de ciertas materias a partir de bienes jurídicos, principios y lógicas normativas que difieren o contradicen el código. Entre las diversas leyes especiales de la última década hay fenómenos que pueden servir para ilustrar el conflicto entre el derecho civil codificado y aquel presente en estas novelas. Se trata de la especificidad del derecho del consumo, la recodificación del derecho concursal y la introducción de la portabilidad financiera.

Aunque su desarrollo comenzó en 1997 con la Ley 19.496, el derecho del consumo se ha complejizado en los últimos años con la agregación de las acciones colectivas (Ley 19.955), el SERNAC Financiero (Ley 20.555) y varias otras modificaciones. Su núcleo básico consiste en un orden público de protección que asume el desequilibrio de mercado entre las posiciones contractuales de consumidor y proveedor y da respuesta a situaciones que no calzan con el supuesto fáctico del derecho de daños o de la libre competencia. Todavía queda mucho camino por avanzar, por ejemplo, con el reconocimiento del préstamo responsable (Boletín núm. 12409-03), o incluso con una regulación más orgánica del régimen de los productos financieros. Sin embargo, hay que ser cautelosos a la hora de generalizar algunas figuras nacidas en el ámbito del consumo. Esto es lo que sucede con la categoría del contrato de servicio, que comprende cualquier negocio jurídico donde se paga un precio a cambio de una prestación que no consiste en la adquisición, utilización o disfrute de bienes materiales. El objetivo es contraponer esta clase de contratos con aquellos destinados al intercambio de esa clase de bienes. De ahí la diferenciación semántica entre “consumidores” y “usuarios” en el art. 1° de la Ley 19.496, ya presente en la ley española de 1984. Pero mientras que en ese ámbito tiene sentido que el enfoque favorezca al usuario del servicio, eso no sucede cuando se trata de contratos celebrados entre empresas (“B2B”) y no se existe una relación de mercado asimétrica como la que presupone la Ley 20.416.

El derecho concursal cambió radicalmente con la Ley 20.720, que dio mayor cabida a la autonomía de la voluntad. El procedimiento de reorganización reemplazó los antiguos convenios, que ya habían tenido una reforma importante merced a las Leyes 18.598 y 20.073, a la vez que se estableció el procedimiento de renegociación como un mecanismo administrativo para las personas deudoras. Por eso, Juan Luis Goldenberg describe este modelo como una “visión privatista del derecho concursal”, por el carácter instrumental que tienen las reglas procesales y la preponderancia dada a los acuerdos alcanzados por el deudor y sus acreedores. La reforma que se discute en el Congreso (Boletín núm. 13.802-03) introduce nuevos procedimientos concursales y se hace cargo de algunos problemas detectados en los seis años de vigencia de la ley. Coincide además con un incremento de los procedimientos concursales derivado de la actual crisis económica.

Más allá de la opinión sobre la calidad técnica de la Ley 20.720, ella depara varios desafíos para el derecho civil. Algunos son de origen legal, como la introducción de la categoría de los créditos legalmente pospuestos, que se suma a la subordinación convencional añadida por la Ley 20.190; la imposibilidad de obtener la purga de la hipoteca por la exclusión de la pública subasta como mecanismo de realización de los bienes raíces sometidos a un procedimiento de liquidación, o la eliminación del procedimiento de cesión de bienes. Otros casos obligan a aguzar la argumentación jurídica, como ha sucedido con la exclusión de ciertos créditos del efecto extintivo (discharge) que se atribuye a la conclusión de los procedimientos concursales (arts. 93, 255 y 268 de la Ley 20.720) o con la incidencia que éste tiene respecto de las garantías personales o reales constituidas por un tercero.

La última de las leyes extravagantes que interesa es la Ley 21.236 sobre portabilidad financiera. La baja aplicación que ella ha tenido proviene de las expectativas creadas y la distorsión que provoca el nombre. Su denominación remite a la portabilidad numérica implementada por la Ley 20.471, donde el cliente conserva su número cuando cambia de compañía telefónica. Aquí se trata de algo diverso: el cliente no se lleva consigo los productos financieros que tenía contratados con un proveedor cuando decide cambiar a otro, sino que pone término a esos productos y contrata los nuevos. El cambio de acreedor sólo se produce en la llamada “portabilidad con subrogación”, donde las garantías reales que aseguraban el antiguo producto conservan su rango para beneficiar al nuevo proveedor. Esto explica que los seguros existentes terminen y se tome otros. Por eso la ley habla de “subrogación especial” para diferenciar la sustitución del acreedor garantizado que puede ir envuelta en la portabilidad financiera de aquella tratada en el Código Civil como una modalidad del pago. Esta divergencia llama la atención, puesto que aquél sí contempla un caso donde no hay un pago al acreedor de parte de un tercero, que lo sustituye en sus derechos (art. 1608 CC), sino un refinanciamiento en que es el propio deudor quien entera a su acreedor los fondos obtenidos del mercado (art. 1610, núm. 6° CC).

También los tribunales han desarrollado algunas interpretaciones disruptivas. Hace 30 años, Carmen Domínguez y Ramón Domínguez Benavente hablaban de “lo que la jurisprudencia se llevó”. En 2005, Ramón Domínguez Águila tomaba la posta y sistematizaba la creación o reconfiguración pretoriana de ciertas instituciones. Algunas aparecen ya como consolidadas figuras jurídicas, incluso con una expansión que en ocasiones amenaza con desvirtuar el sentido de la figura. Así ha ocurrido con el reconocimiento del daño moral derivado del incumplimiento de un contrato o con la (ahora cada vez más restrictiva) aplicación de acción de precario. Conviene revisar algunas de las novedades que la jurisprudencia ha aportado desde que el Código Civil celebró su sesquicentenario. La autonomía de la indemnización de perjuicios, la interrupción de la prescripción por la sola demanda y la terminación de un contrato por fraude de ley sirven para este propósito por la ruptura que suponen respecto de la doctrina tradicional.

La doctrina habitual era que la indemnización de perjuicios debía acompañar el cumplimiento forzado o la resolución, porque así lo exige el art. 1489 CC. Aunque había un antecedente en la SCS 31 de octubre de 2012, esa dependencia se rompió con la SCS 28 de enero de 2013, que recoge la lectura hecha por Patricia López en un sugerente artículo de 2010 y, más tarde, en la monografía que proviene de su tesis doctoral. Para ella, la tutela indemnizatoria depende de la gravedad del incumplimiento, el grado de ejecución del contrato y la cuantía del resarcimiento que se puede conceder al acreedor afectado. Cuando la situación lo amerite, a la parte afectada le bastará con demandar el resarcimiento de los daños sufridos, porque esa indemnización es parte integrante del pago efectivo (art. 1591 CC).

También era casi un dogma que la interrupción de la prescripción se produce por la notificación de la demanda (arts. 2503 y 2518 CC). La SCS 31 de mayo de 2016 estimó que era “tiempo de variar el criterio mayoritario” y postuló que ella opera por la sola presentación de la demanda. Esta interpretación no ha pasado a ser doctrina común, mostrando la divergencia entre las salas de la Corte Suprema. Para evitar dudas, la cuestión quedó recogida en la Ley 21.226 con el fin de garantizar una tutela judicial efectiva en medio de la pandemia de COVID-19. Si bien la cuestión envuelve varios matices que merecen un análisis más profundo, la lección que deja esta brecha en la doctrina tradicional es la necesidad de evitar un trasplante jurídico irreflexivo: no basta con observar cómo son las reglas que existen en otros sistemas para seguir sus disposiciones; hay que atender a su contexto y funcionamiento, incluso distinguiendo entre la naturaleza de las acciones ejercidas.

Una última decisión interesante es la SCS 3 de marzo de 2020. Ella parece responder a un criterio de justicia material que probablemente no se generalizará a otros ámbitos, pues se trataba de un contrato celebrado en 1983 sobre tierras indígenas por un plazo de 99 años. Por entonces regía la Ley 17.229, que no impedía esa clase de contratos, como sí lo hace la Ley 19.253. La Corte estimó que el propósito del arrendatario había sido “burlar la prohibición de enajenar contenida en la ley”, de suerte que procedía la terminación del contrato por el fraude de ley que envolvía, sin que importar que éste fuese originario.

Las situaciones analizadas muestran que el derecho privado es una estructura viva y en evolución. Pasados 150 años desde su promulgación, el Código Civil ya no aglutina un sector completo del ordenamiento, aunque sigue siendo su centro de gravedad. Como señala Marietta Auer, la estructura teórica de esta parcela del derecho descansa todavía en la idea de resguardar una esfera que permita la actuación libre del individuo respecto de su persona y bienes. Este nuevo aniversario lleva a preguntarse si llegara el momento de discutir la sustitución del código o, al menos, de introducir en él algunas instituciones que la práctica forense ha ido decantando. Francia ha hecho importantes reformas en su derecho patrimonial desde la inclusión de un nuevo libro sobre garantías en 2006, rompiendo con la sacralidad del Code. Bélgica está inmerso en un proceso codificador que imita la promulgación parcial ya vista hace dos décadas en los Países Bajos. Argentina unificó el Código Civil y el Código de Comercio en 2015. En Colombia se ha presentado este año un proyecto que sigue sus pasos. ¿Llegará pronto el turno de Chile? No hay que olvidar que el Mensaje al Congreso sobre el Proyecto de Código Civil decía que la codificación de las leyes era “una necesidad periódica de las sociedades”. Queda abierta la discusión.