El Mercurio Legal

Jaime Alcalde

La obra que se reseña pareciera ser un nuevo libro sobre responsabilidad precontractual, pero es mucho más que eso, tanto por método como por contenido. Se trata de uno de aquellos trabajos llamados a tener un lugar destacado dentro de la literatura jurídica, por el propósito sistematizador que los anima y por las líneas de trabajo que abren.

Ante todo, no es la primera obra que Isabel Zuloaga dedica al tema. En 2006 publicó “Teoría de la responsabilidad precontractual. Aplicaciones en la formación del consentimiento de los contratos”, fruto de la memoria de prueba preparada bajo la dirección de Jorge López Santa María. Ese libro alcanzó tres ediciones (algo extraño tratándose de una obra jurídica) y fue por más de una década un referente en la materia, hasta que otros trabajos más actuales han tomado el relevo y se han hecho cargo de los distintos problemas que supone la fase previa a la celebración del contrato, incluyendo la existencia de deberes de información y las cuestiones propias que envuelve la protección del consumidor. Hasta su aparición, el tratamiento de la materia era escaso en la doctrina chilena, casi como un apéndice de la formación del consentimiento o de los supuestos de responsabilidad extracontractual. Sobresalían las obras de Sara Eiler Rauch, Manuel Risueño Ferraro y Hugo Rosende Álvarez, aunque en ellas faltaban elementos hoy indispensables dentro del análisis y que eran desconocidos por la época en que se escribieron. Por ejemplo, estaban ausentes las referencias al ineludible derecho del consumo y a las tendencias modernizadoras del derecho de contratos que comenzaron a surgir a partir de la Convención de Viena sobre compraventa internacional de mercaderías y los esfuerzos de armonización del derecho europeo, también con proyección global (a través de los Principios de contratos comerciales internacionales de UNIDROIT) y sobre Hispanoamérica.

Trece años después, ahora como reelaboración de la tesis doctoral escrita en la Universidad de Oxford bajo la dirección de John Cartwright y Stefan Vogenauer, Isabel Zuloaga nos ofrece una versión madurada y decantada de esas ideas que tanto tiempo lleva estudiando. El resultado está a la vista ya al hojear el índice, la bibliografía y la jurisprudencia revisada, pero más importante todavía, su trabajo es un profundo análisis de derecho comparado, una disciplina que no es de suyo fácil, puesto que se trata de revisar el funcionamiento de los sistemas jurídicos con “una mirada desde la catedral”, por usar la expresión de Calabresi y Melamed, huyendo a la vez de la simple erudición y el trasplante jurídico. En el prólogo, Cartwright y Vogenauer recuerdan esta idea: el derecho comparado debe ayudarnos a comprender qué es lo que realmente subyace detrás de las distintas aproximaciones al fenómeno jurídico, sirviendo de herramienta para profundizar en los casos y afinar las soluciones, porque lo que cambian son las respuestas, no los problemas que depara el tráfico, puesto que el derecho es una ciencia práctica y no hay soluciones únicas ni preconcebidas. Así pues, la solución del caso concreto depende de aquello que se puede denominar de manera comprensiva los “lugares del derecho”, mucho más flexibles para el juez de lo que se cree, pero también de la sapiencia personal, la racionalidad, la prudencia, la proporcionalidad y la oportunidad. De ahí el auge que en los últimos años ha cobrado la “teoría de la decisión judicial” como una parte central (sino primordial) de la teoría del derecho.

El libro que se comenta representa una obra de nueva planta y gran densidad. Su análisis parte de un caso hipotético: no existe ningún tipo de acuerdo entre quienes negocian, no se ha adelantado ninguna de las prestaciones, pero sí hay gastos asociados a las negociaciones y, de improviso, una de las partes pone fin a las tratativas. Dicho supuesto se analiza por separado en cuatro sistemas jurídicos: Alemania (capítulo 3), Francia (capítulo 4), Chile (capítulo 5) y, reflejamente, Inglaterra (capítulo 7). El hilo argumental gira en torno a la idea de confianza, la cual es enunciada al comienzo (capítulo 2) y luego se retoma para elaborar lo que cabría denominar el “núcleo dogmático” de esta modalidad de responsabilidad civil, sin descuidar las consecuencias de su infracción (capítulo 6). Aquí reside el principal aporte del trabajo de Isabel Zuloaga, pues insiste (y con razón) en que la buena fe no comporta el gozne sobre el que se hace girar la responsabilidad del contratante que rompe las negociaciones.Ella proviene de la confianza, que se puede construir como un factor aislado de imputación. El método de aproximación es comparatista, mezclando el uso de los equivalentes funcionales y la técnica del common core empleado por el grupo de Trento.

Para la autora, el verdadero fundamento de la responsabilidad derivada de la ruptura de una negociación reside en la protección de la confianza (reliance), la cual se manifiesta de dos maneras distintas, como credibilidad (trust) y como expectativa (expectation). La primera consiste en la fe que cada uno de los futuros contratantes deposita en el otro, mientras que la segunda alude a la ventaja esperada de la negociación. Aunque la idea no sea novedosa, sí lo es la lectura articulada que propone de este concepto para unir el tratamiento de los distintos sistemas jurídicos, aparentemente diversos entre sí, dando contenido a cuestiones que se tienden a reconducir al principio de buena fe o el abuso del derecho. En esta visión hay un gran aporte, porque ayuda a recobrar el rigor dogmático frente a una tendencia creciente hacia el vulgarismo. Aunque tampoco este último constituye un proceso nuevo. Javier Humberto Facco explica que la buena fe pierde su papel específicamente técnico durante la Edad Media como consecuencia de la honda consustanciación que experimenta con la equidad proveniente del derecho canónico. Esto resulta ostensible, por ejemplo, al revisar la fuente de la segunda parte del artículo 1546 CC, que permanece sin alteraciones como artículo 1194 del Código Civil francés tras la reforma de 2016: la principal consecuencia de la buena fe acaba siendo la dilatación del vínculo obligacional a la luz de ciertos criterios predeterminados. El camino recorrido desde entonces ha sido vertiginoso, de suerte que este principio ha pasado a colmar cualquier intersticio libre dejado por las reglas, incluso en ocasiones hasta desplazándolas. Paradigmática es la feraz aplicación jurisprudencial del § 242 BGB, que queda reflejada en cualquiera de los comentarios al uso (por ejemplo, el tomo II del Comentario Staudinger dedica 823 pp. a los §§ 241-243 BGB en la edición de 2019).

Para muchos formados en la tradición del derecho continental puede resultar chocante la célebre frase de Lord Desmond Ackner que se lee en la sentencia del caso Walford v. Miles (1992): “El deber de negociar un contrato de buena fe resulta inherentemente repugnante a la posición adversarial de las partes que se encuentran negociando”. Esto significa que no hay que esperar que la contraparte se conduzca de buena fe cuando negocia un contrato, puesto que su objetivo es maximizar su propia posición y beneficio, con plena libertad de competencia. Si bien esta repulsión no ha impedido que en ciertas áreas del common law se reconozca el principio de buena fe como parámetro de cumplimiento y ejecución forzada del contrato, particularmente en el derecho australiano, estadounidense y canadiense, el hito que permite su utilización es la celebración del contrato.

Desde ese instante se ha consumado la operación económica que las partes deseaban y ellas han distribuido los riesgos asociados a la consecuencia de aquel propósito práctico que querían conseguir. Con su celebración hay algo que cambia, pues se reconfigura el estado de la realidad circundante, reordenando los intereses de las partes hacia la consecución de un fin compartido o, al menos, convergente. Cada parte promete a la otra una garantía de resultado, que refleja todo aquel interés que ella quiso obtener con el contrato. De esto se sigue que, en la fase previa, las partes sí pueden (y deben) reservarse cierta información, siempre que con esa omisión no se afecte alguno de un interés digno de protección. Es lo que Esteban Pereira llama un “altruismo moderado”.

Como fuere, una aproximación semejante de las tratativas preliminares no resulta tan extraña al derecho continental. Aunque no se ocupa de ellas de forma expresa, basta revisar las pocas reglas que da el Código de Comercio chileno para comprobar que la responsabilidad derivada de su ruptura parece ser algo excepcional y fundado en la necesidad de una conducta reprobable frente a la falta de obligatoriedad de los tratos mientras no haya aceptación (art. 97 CCom). De ahí que el oferente siempre se pueda retractar de su propuesta (art. 99 CCom), debiendo asumir los gastos derivados de su retractación tempestiva (art. 100 CCom). La reparación de los daños producidos cuando el proponente ya no está interesado en perseverar frente a una aceptación extemporánea o se ha retractado tempestivamente no parece ser una excepción a las reglas generales, que requieren la imputación subjetiva y objetiva del perjuicio al comportamiento de quien lo haya causado (arts. 98 III y 100 CCom). Esto significa que la responsabilidad deriva de un comportamiento que, despreciando la confianza ajena, busca el solo provecho individual. En otras palabras, se trata de un supuesto que cabe calificar de doloso (art. 44 CC), según el concepto que viene siendo doctrina común al menos desde Giorgio Giorgi. Por el contrario, una vez que se ha dado la aceptación, el problema ya corresponde al ámbito contractual (art. 101 CCom), donde es la existencia del contrato el que opera como criterio de atribución de riesgos (art. 1558 CC).

Para Isabel Zuloaga, el fundamento de esta responsabilidad por ruptura de negociaciones estriba en la confianza que ellas crean en las partes, la cual admite grado según las circunstancias que rodean la concreta negociación interrumpida (un buen ejemplo de esto es el célebre caso estadounidense Hoffman v. Red Owl Stores Inc., de 1965, citado varias veces en el libro). Ella es ya en sí misma una categoría que sirve para explicar el funcionamiento de una serie de instituciones jurídicas y no solo en el derecho privado (piénsese en la función que desempeña la confianza legítima como principio general del derecho administrativo), que permite además determinar los medios de tutela con los que cuenta la parte afectada y, especialmente, los intereses comprometidos. Por cierto, la confianza no excluye la buena fe, que sigue operando como una regla de comportamiento y ponderación del programa contractual, cumpliendo con su específica función y cometido.

En suma, el libro es digno de elogio por su presentación de conjunto de una materia que sigue suscitando discusiones tanto en el derecho chileno como comparado. Se trata de un muy buen trabajo, del que cabe esperar (como con el anterior) futuras ediciones. También ha sido la opinión de profesores de reconocido prestigio, como Larry Di Matteo, Paula Giliker, Ekaterina Pannebakker y María Ignacia Vial, quienes han comentado elogiosamente el libro de Isabel Zuloaga, y de aquellos que en su día tuvieron la tarea de dirigir la tesis doctoral que le sirve de base. Mi enhorabuena a la autora, que concluye con esta publicación la etapa preliminar o formativa de su carrera académica.