El Mercurio 

Cristobal Orrego 158x158

Señor Director:
El reciente debate sobre la responsabilidad de los políticos católicos en la sociedad plural ha transparentado varios problemas serios. Por una parte, Ignacio Walker confirma la tesis conservadora: solo gracias al impulso de legisladores católicos se han aprobado aquellas leyes que la Iglesia siempre condenó como injustas e incompatibles con la fe y con la ley natural (sobre divorcio, aborto, uniones homosexuales y otras). Por otra parte, no hay relecturas progresistas católicas (Silva, Costadoat y otros) capaces de convencer a un católico unido al Magisterio o a cualquier lector racional que se acerque a las fuentes sin selecciones arbitrarias y con rigor intelectual, como ha hecho el ateo Carlos Peña. De hecho, Jorge Costadoat (25 de noviembre) se limita a evadir el tema con una dudosa teología sobre la cruz, la Trinidad, el amor, el Espíritu Santo... con afirmaciones que no encuentran asidero en ninguno de los Concilios que cita (Vaticano I y II), sino que contradicen expresamente sus enseñanzas.

Es imposible desmontar una a una estas falacias. Invito a los lectores, creyentes y no creyentes, a hacer el ejercicio de leer y a dictaminar para sí quién tiene la razón. Pienso que Carlos Peña lo ha hecho bien, con su lectura honesta y no creyente de la fe. Él conoce mejor la doctrina, que no comparte, que aquellos que la profesan pero la deforman para acomodarla a los tiempos que corren. Es preferible comprender con qué está uno en desacuerdo que estar de acuerdo con lo que uno ignora.

Con todo, hay un drama más de fondo que una simple discrepancia teológica o hermenéutica. Es la crisis de la Iglesia católica, que he visto muy de cerca cuando he podido compartir con Ignacio Walker parte de su proceso de reflexión y de escritura, en seminarios y amistosas conversaciones. Vi a un hombre cabal, sincero, de corazón abierto y generoso. Contemplé a un católico con deseo de ser fiel, practicante de los misterios de la fe. Esto es lo que me impresiona. La Iglesia está en una crisis profunda cuando sus mejores hombres y mujeres pueden vivir una vida pública objetivamente incompatible con la fe, sin el menor remordimiento de conciencia.

No sé si podemos no sentir el remordimiento, en cambio, quienes quizás no hemos cumplido a cabalidad -cada uno según su competencia- el deber de custodiar y de transmitir la Tradición Apostólica junto con la enseñanza católica sobre la ley natural.