El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 158x1582

En octubre de 2021 se celebrará el 40° aniversario de dos textos que marcaron un punto de inflexión para el derecho societario chileno. Se trata de las leyes 18.045 y 18.046, dedicadas al mercado de valores y las sociedades anónimas, respectivamente. Ellas no tuvieron un impacto sistémico, pues su objetivo era renovar la disciplina de dicho tipo societario para crear un marco que incentivara la deseada participación privada en la economía.

El Mensaje de la Ley 18.046 constataba que la disciplina de la sociedad anónima no había “experimentado modificaciones de fondo que le permitieran adaptarse a la realidad económica, financiera y en general empresarial que ha empezado a vivir el país en los últimos años”, puesto que sus normas provenían del Código de Comercio, el DFL 251/1931 y el Reglamento de sociedades anónimas de 1946, modificado en 1970. Dicho régimen presentaba una serie de deficiencias relacionadas con la falta de confianza en las acciones como instrumento de ahorro y su escasa difusión entre los inversionistas, la situación de desventaja de los accionistas minoritarios frente a los controladores en algunas materias sensibles (por ejemplo, repartos de dividendos, operaciones entre partes relacionadas y ciertas decisiones transcendentales de la sociedad) y la existencia de un control estatal innecesario sobre las sociedades anónimas cerradas e irrelevante sobre las abiertas, fuera de aquellos ámbitos donde este era indispensable. Ese control estatal había desincentivado la creación de nuevas sociedades anónimas y explicaba “en parte, el enorme desarrollo que, a pesar su inflexibilidad, han tenido las sociedades de personas”, según señalaba el Mensaje.

Hasta la creación de la empresa individual de responsabilidad limitada (Ley 19.857) y la sociedad por acciones (Ley 20.190), no hubo ninguna innovación que permitiese una mayor flexibilidad tipológica en el ámbito societario. Sin embargo, ambas representaron respuestas parciales a un problema mucho más amplio y todavía pendiente. La empresa individual de responsabilidad limitada escapa del esquema societario y solo puede ser utilizada por personas naturales. La sociedad por acciones tiene un capital flexible y su principal característica es la libertad de configuración interna, que redunda en un minimalismo estatutario. Como explica Francisco Reyes Villamizar, ella no es un instrumento diseñado solo para las pequeñas y medianas empresas, puesto que su finalidad primitiva es servir a los intereses de las grandes empresas, sobre todo para organizar un grupo empresarial. Por eso, la ley francesa preveía originalmente que los accionistas solo podían ser otras sociedades (art. 262-1 de la Ley de sociedades comerciales) y recién en 1999 se permitió que pudieran participar como tales personas naturales (artículo L227-1 del Código de Comercio).

Pero el elemento de mayor distorsión fue la Ley 3918, que incorporó la sociedad de responsabilidad limitada usando como tipo basal la sociedad colectiva. Esto supuso varias dificultades que se han prolongado en el tiempo. La más evidente es la distinción entre sociedades civiles y comerciales a partir del negocio para el cual se forman (art. 2059 CC), aun cuando se permite estipular que ella se sujete siempre a las normas de la sociedad comercial (art. 2060 CC). Cabe preguntarse si es razonable perpetuar esta distinción, dado que en los últimos cien años el derecho comercial se ha transformado (no sin cuestionamientos) en el derecho privado de la empresa y la propia delimitación del campo de lo mercantil resulta complejo por las convergencias normativas que presenta el mercado.

Fue mérito de Karl Wieland (1834-1936) haber utilizado la noción de empresa para superar la distinción entre industria y comercio. De esto se sigue que la característica común de toda actividad económica es que ella se organiza mediante una estructura de coordinación, sin importar cuán sofisticada o rudimentaria sea. Esta última es una categoría elaborada por la economía, pero que debe ser asumida por el derecho como base subjetiva y objetiva del tráfico que interesa regular. Si esto es así, no se ve cuál es la justificación de separar las sociedades en civiles y comerciales cuando sus elementos y problemas son comunes. Así sucede con los requisitos de constitución, los aportes, el capital y los mecanismos de capitalización, el régimen de las participaciones sociales, las utilidades y reservas, los estados financieros, los órganos directivos y de gestión, la fiscalización, la resolución de conflictos y la disolución, liquidación y extinción de la personalidad jurídica de la sociedad. El factor decisivo resulta ser la inserción de la empresa en el mercado mediante un soporte organizacional que limite la responsabilidad de los socios y salvaguarde los intereses de los partícipes frente a desacuerdos u otras fallas de cooperación. Según señala Jesús Alfaro, las sociedades no son más que una técnica de organización de la propiedad común a varias personas, con diferencias entre los tipos fundadas en el modo en que se establece la relación entre los socios (regla mayoritaria, circulación de las participaciones y teoría de los órganos sociales) y no en la naturaleza del giro desarrollado.

Tampoco el ánimo de lucro es un elemento relevante para diferenciar el régimen de la empresa, porque si bien este está esencialmente vinculado con el modo en que se ejerce la actividad económica (la obtención de beneficios, cubriendo los costos que supone), solo de manera accidental incide en su finalidad última (el reparto individual de dicha utilidad). La cuestión estriba en cómo se coordina el fin económico y el crematístico que entraña la empresa, donde por mucho tiempo ha primado una lectura estrecha de la teoría expuesta por Milton Friedman (1912-2006) en un célebre artículo periodístico que acaba de cumplir 50 años (“The Social Responsibility of Business is to Increase Its Profits”, 13 de septiembre de 1970). Siendo así, la técnica societaria permite aunar las empresas que el Código Civil califica de “sociedades industriales” (art. 547) y cualquier otra persona jurídica sin fines de lucro, incluyendo tipos híbridos, como las cooperativas o las sociedades de beneficio e interés colectivo, o formas residuales (por ejemplo, las “sociedades de la sección IV” del derecho argentino). Esto obliga a una revisión profunda de la tipicidad societaria, especialmente respecto de la sociedad de responsabilidad limitada y de la sociedad anónima cerrada que han quedado desplazadas por la sociedad por acciones, pero también por la extensión que se ha de conceder a la autonomía de la voluntad en materia de estatutos y pactos parasociales.

Otra dificultad proviene de la personalidad jurídica que el Código Civil reconoce a cualquier sociedad (art. 2053 II). La compañía regulada por las Siete Partidas no daba origen a una persona jurídica distinta de los socios, pues el factor relevante era la función que el contrato cumplía para regir los aspectos internos de la actividad ejercida en común, dado que no había un interés público comprometido, como sí ocurría respecto de las corporaciones y fundaciones. De ahí la célebre distinción entre “sociedad externa” y “sociedad interna” o, si se prefiere, entre la dimensión institucional y contractual del fenómeno. El Código Civil reconoció la personalidad diferenciada de la sociedad, sin efectuar los ajustes correspondientes. Esto explica la responsabilidad personal de los socios (art. 2095) o el escaso tratamiento a la fase final que comienza con la disolución (art. 2115). Aunque el Código de Comercio se ocupó de ciertos aspectos, ese tratamiento no estuvo acompañado del diseño de una parte general del derecho de sociedades, sobre todo por la deficiente regulación del Registro de Comercio, que es su complemento indispensable. La razón es que este facilita la existencia y actividad contractual de una sociedad al permitir a los otros contratantes conocer su naturaleza y peculiaridades y saber quiénes son sus representantes y la extensión de sus poderes. En este último aspecto, el régimen simplificado de constitución, modificación y disolución de sociedades (Ley 20.659) no ha significado una solución, pues ha vuelto más confusa e insignificante la función institucional del registro mercantil. Como recuerda Benito Arruñada, la simplificación registral no se debe contentar con reducir los costos de tramitación, sino que debe aumentar el valor de la información disponible para los usuarios. “Para conseguirlo, hace falta potenciar el valor de la formalización. No basta con una mera reingeniería de trámites”.

En 2015, María Fernanda Vásquez relataba que la experiencia comparada se decantaba por la simplificación formal y sustantiva de los trámites para constituir, modificación o disolver una sociedad, la optimización de las materias de buen gobierno corporativo y su posible extensión a otros tipos sociales, las modificaciones estructurales, la tipificación de nuevas figuras societarias, entre otras materias menores. Agregaba que este proceso modernizador se caracterizaba por el fortalecimiento de la autonomía de la voluntad y un claro favor hacia la desregulación, aunque con ciertos resguardos institucionales del mercado de capitales. Cinco años después, el derecho comparado muestra algunas tendencias nuevas. Dos son quizás las más relevantes, sin perjuicio del replanteamiento de la función del capital y de aquellas contingentes impuestas por la pandemia de covid-19. La primera es de carácter sustantivo y se refiere a la redefinición del propósito de la empresa, la cual se ordena a la creación de valor compartido y sostenible. Esto significa que ellas no cumplen únicamente hacia sus socios, sino que deben considerar a todos los demás interesados (stakeholders), incluyendo a los trabajadores, clientes, proveedores, comunidades locales y la sociedad en general. La otra tendencia es formal y atañe a la aplicación de tecnología en la vida de una sociedad. En este ámbito comparecen desde cuestiones de soporte, como la constitución de sociedades de capital y el registro de sucursales en línea, o la facilitación de la publicidad y el acceso a la información a través de medios digitales, hasta innovaciones más profundas, como la incorporación de inteligencia artificial en los órganos de gestión. Pero la tecnología también entraña riesgos, como explicaba un reciente artículo de The Guardian, porque los países con malas leyes de protección de datos personales se pueden convertir en paraísos fiscales.

El informe evacuado en 2017 por la Comisión de Estudios de una Nueva Codificación Comercial constituye un importante punto de referencia sobre los principales problemas que la práctica forense y el mundo académico detectan en la regulación de los tipos sociales existentes en Chile. Desde ahí se pueden elaborar o revisar las reglas que sean necesarias, partiendo de la premisa de que el fenómeno societario ha de responder con realismo a los requerimientos del tráfico. La manera de afrontar esta reforma debe ser orgánica, aunque utilizando la técnica codificadora moderna. Basta mirar la experiencia iberoamericana para comprobar que casi todos los países cuentan con una Ley general de sociedades. Así sucede con Argentina (Ley 19.550, de 1972), Colombia (Ley 222, de 1995), Ecuador (Ley 312, de 1999), México (Ley de 4 de agosto de 1934), Perú (Ley 26.887, de 1997), Portugal (DL 262/1986) y Uruguay (Ley 16.060, de 1989). En otros casos, esa regulación se encuentra incorporada en un texto más amplio, como sucede en Bolivia (Código de Comercio, 1977) y Paraguay (Código Civil, 1985).

Distinta ha sido la situación de España, ya de suyo peculiar en su configuración tipológica. La Comisión General de Codificación publicó en 2002 una Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles, que no tuvo mayor repercusión. Ocho años después, el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, aprobó la Ley de sociedades de capital, cumpliendo con la habilitación conferida por la Ley 3/2009, de 3 de abril, sobre modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles, que permitía al gobierno refundir las diversas leyes reguladoras de esa categoría de sociedades, eliminando así la disciplina separada para las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada y sistematizando los aspectos comunes de ambas. La Propuesta de Código Mercantil de 2013 sepultó los esfuerzos por codificar de manera separada el derecho de sociedades. El abandono definitivo de este proyecto explica las reformas que en estos diez años se han efectuado a la Ley de sociedades de capital, la última de las cuales se encuentra discusión desde el pasado 7 de septiembre. El modelo español puede servir para la (muy necesaria) reforma del régimen de la sociedad de responsabilidad limitada.

Chile ha comenzado un itinerario constitucional donde uno de los puntos de discusión será la garantía de libertad de empresa, que debe comprender cuatro libertades (de emprendimiento, de organización, de dirección y de mercado) y conjugarse con los principios de subsidiaridad, solidaridad y servicialidad y la protección de los consumidores. Con independencia de ese aspecto, resulta urgente pensar en la conveniencia de una ley general de sociedades que coordine una parte dedicada a los aspectos comunes antes indicados y otra especial para las cuestiones específicas de los distintos tipos societarios. Por cierto, esto debe aunarse con la revisión profunda del Registro de Comercio, que ha de volver a ser unitario y moderno para cumplir con sus funciones propias (legitimación, fe pública y publicidad). Hay muchas experiencias comparadas que pueden servir de referencia, como el modelo alemán de dos registros paralelos (§§ 8 y 8b HGB), evitando así tanto el trasplante jurídico como la improvisación. /html>