Mercurio Legal 

Jaime Alcalde 158x1582

"...La transformación digital del sistema notarial se debe afrontar desde al menos tres frentes distintos, pues hay que tratar por separado las escrituras públicas, los testamentos y los instrumentos privados. Cada uno de estos actos presenta desafíos distintos y requiere medidas diversas, que en algunos casos pueden ser complementadas con el empleo de herramientas como blockchain o con la interconexión de información entre los oficios..."

En febrero de 2019, Bruce Schneier publicó un artículo en la revista Wired que suscitó gran polémica. La razón era que este conocido criptógrafo y experto en ciberseguridad criticaba las esperanzas que muchos habían depositado en blockchain u otras técnicas semejantes basadas en estructuras de datos de validación encadenada. Su argumento central era que con estos sistemas la confianza no se elimina, sino que se desplaza desde instituciones y convenciones sociales hacia la tecnología. Además, siempre existe la necesidad residual de contar con un sistema externo para los problemas que la tecnología no es capaz de resolver, puesto que el gobierno de los sistemas informáticos sigue teniendo, en última instancia, alguna injerencia humana. Esto explica la frecuente falibilidad de la tecnología, muchas veces debida a causas deliberadas e interesadas, por el valor que tiene la información en el mercado. Dos ejemplos muy distintos, pero que convergen en los propósitos que hay detrás, son los documentales “Nada es privado” (2019) y “El dilema de las redes sociales” (2020), ambos de Netflix, donde se muestra cómo la tecnología no resulta algo tan inocente.

Un año después la cuestión se ha tornado todavía más acuciante. La pandemia de covid-19 ha sido ocasión para introducir un cambio forzado en el modo en que nos relacionamos socialmente. De manera súbita y profunda, la tecnología invadió los distintos ámbitos en que el ser humano entra en contacto con otros por razones de trabajo, educación, diversión, etcétera, convirtiendo los dispositivos electrónicos en lugares de encuentro cotidiano. Entre sus múltiples consecuencias, en Chile esto trajo consigo un cuestionamiento al sistema notarial, respecto del cual ya existía un informe de mercado elaborado en 2018 por la Fiscalía Nacional Económica, y viralizó la pregunta de si blockchain y otros sistemas equivalentes pueden sustituir el modelo del notariado latino. Dentro de este contexto, el suceso más discutido fue el llamado “apagón digital” impuesto por la Corte de Apelaciones de Santiago debido al empleo por parte de una notaría de un sistema de reconocimiento facial que presentaba defectos de vulnerabilidad ostensibles, el cual no afectó la utilización de tecnología que estuviese conforme con la legislación vigente (Ley 19.799 y el auto acordado de la Corte Suprema de 10 de noviembre de 2006 sobre firma electrónica). Este asunto ha despertado también interés académico, como lo muestra el reciente seminario sobre nuevas tecnologías y fe pública organizado por la Fundación Fernando Fueyo y otro celebrado unas semanas antes en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

Conviene examinar cuál es la situación del país en esta materia y en qué aspectos se puede mejorar. Para acometer este análisis hay que partir de una premisa: la tecnología es solo un soporte. El elemento relevante reside en la forma que se exige para que un acto sea vinculante, para que se aparte de la órbita jurídica. Estas formas equivalen a un rito que la comunidad recibe y desarrolla para dotar de confianza a ciertos comportamientos, cuando la sola palabra no basta para crear derecho. Ese es el sentido que hay detrás de la fe pública con que se reviste la exteriorización de la voluntad, siempre conectada con el valor probatorio de los actos, y que el derecho notarial ha cristalizado con el nombre de principio de seguridad jurídica preventiva. En La desaparición de los rituales (2019), Byung-Chu Han insiste sobre esta idea desde la filosofía: los ritos “generan un saber corporizado y una memoria corpórea, una identidad corporizada, una compenetración corporal”. Agrega este autor que ellos están basados en reglas, cada una de las cuales “se elabora mediante una concatenación inmanente de signos arbitrarios”, que no reflejan una verdad profunda. Antes bien, dichas reglas son fruto del convenio que las soporta y las valida socialmente, por lo que pueden cambiar de un lugar a otro o con el paso del tiempo y el avance de la técnica.

La reforma del sistema notarial en sus aspectos orgánicos y funcionales (Boletín núm. 12.092-07) que se discute en el Senado aborda la modernización tecnológica de un modo parcial. En este ámbito, las principales innovaciones son la obligación de digitalizar los oficios, que incluye el otorgamiento de escrituras públicas electrónicas, y aquella de remitir los actos que se realicen ante notario a la Central Nacional de Poderes y el Repositorio digital que estarán confiados al Servicio de Registro Civil e Identificación. El problema que esto trae consigo es que se remienda un texto legal superado, que requiere una revisión de mayor calado y coherencia. No hay que olvidar que el párrafo dedicado a estos auxiliares de la administración de justicia en el Código Orgánico de Tribunales (Título XI, § 7) proviene del “Código del Notariado” elaborado por Santiago Lazo Torrealba (1879-1940) y promulgado mediante el DL 407/1925, que en 1943 quedó incorporado en dicho cuerpo legal. A partir de entonces solo ha habido algunas modificaciones menores. 

En rigor, la transformación digital del sistema notarial se debe afrontar desde al menos tres frentes distintos, pues hay que tratar por separado las escrituras públicas, los testamentos y los instrumentos privados. Cada uno de estos actos presenta desafíos distintos y requiere medidas diversas, que en algunos casos pueden ser complementadas con el empleo de herramientas como blockchain o con la interconexión de información entre los oficios, como proponía la Fiscalía Nacional Económica.

El reconocimiento de las escrituras públicas electrónicas ha sido una cuestión ardua en el derecho comparado. En Estados Unidos, la aceptación generalizada de estos instrumentos recién comienza a discutirse, pese a que ya 22 estados tenían normas que las permiten. En el Reino Unido, la Law Commision presentó en marzo de este año un informe al gobierno para regular su empleo, donde se desaconseja su utilización en ciertos ámbitos (por ejemplo, las transferencias inmobiliarias, los actos societarios y los negocios afectos a impuesto). El derecho continental reconoce las escrituras electrónicas desde hace años. Por ejemplo, España modificó en 2001 su Ley orgánica del notariado (que data de 1862) para incorporar el principio de indiferencia de soporte, vale decir, tanto el documento físico como el electrónico producen iguales efectos si se cumplen los requisitos legales para su otorgamiento. Con ese fin, al otorgar una escritura electrónica “el notario deberá dar fe de la identidad de los otorgantes, de que a su juicio tienen capacidad y legitimación, de que el consentimiento ha sido libremente prestado y de que el otorgamiento se adecua a la legalidad y a la voluntad debidamente informada de los otorgantes o intervinientes” (art. 17 bis, letra a). Un modelo interesante es el francés, que cuenta con un archivo electrónico central de notarios de gestión gremial y con rigurosas medidas de seguridad. Asimismo, con ocasión del estado de alarma decretado por la actual pandemia, Francia dictó el Decreto núm. 2020-395, por el que se permite la extensión de escrituras públicas electrónicas no presenciales. En este sentido, “el intercambio de información necesaria para el establecimiento de la escritura y la recopilación, por parte del notario abajo firmante, del consentimiento o declaración de cada parte o persona que contribuye a la escritura se realiza mediante un sistema de comunicación. y transmisión de información que garantice la identificación de las partes, la integridad y confidencialidad del contenido y aprobado” (art. 1 II). En Chile, la discusión sobre esta materia recién comienza.

La forma de otorgamiento de los testamentos es una de las cuestiones pendientes del derecho chileno. La discusión que ha existido se ha centrado en la libertad de testar, con el fin de reducir las asignaciones forzosas (por ejemplo, eliminando la cuarta de mejoras) y ampliar la posibilidad de disposición del testador, pero hay también una “batalla de las formas” que ha pasado desapercibida. Los países que han reformado su derecho sucesorio se han decantado por la eliminación del testamento cerrado, que se sustituye por el ológrafo. Paradigmáticos son los casos de Bélgica y Argentina. Junto con esta alternativa, desde 2017 ha comenzado a cobrar fuerza la figura de los testamentos electrónicos (e-wills). Admitidos ya en algunos estados (Arizona, Indiana, Nevada y Florida), la Uniform Law Commission estadounidense aprobó en julio de 2019 una Ley modelo para esta clase de testamentos. Ella se basa en tres ideas matices: el registro, la autenticación y la ejecución. El registro es la información que se inscribe en un medio tangible o se almacena por medios electrónicos u otros, y que puede ser recuperada de forma perceptible. Tal es el modo de expresar el testamento. Esta última voluntad requiere necesariamente de la firma del testador, la cual puede ser manuscrita o electrónica. Por último, la ley modelo ofrece la posibilidad de incluir la presencia de testigos (incluso de manera remota) o el atestado de un funcionario público, de suerte que el testamento sea autoejecutable al estilo de los contratos inteligentes (smart contracts). Así pues, la incorporación de la escritura pública electrónica en Chile debe ir acompañada de la debida coordinación con el otorgamiento de un testamento, que el Código Orgánico de Tribunales refiere (no sin controversias) junto a ellas (art. 414).

Un amplio campo donde se cabe incorporar tecnología es el de los instrumentos privados que hoy suponen intervención de un notario. Aquí resulta posible emprender dos caminos distintos. Por una parte, se puede favorecer el uso de blockchain, que permite contar con un registro de transacciones que son validadas de manera descentralizada y se comparten en la red de nodos. Se trata de una herramienta que proporciona una estructura de datos dotada de una garantía de trazabilidad e integridad sobre el aspecto externo de la información registrada, sin que el contenido quede comprendido en la validación efectuada por la cadena de bloques. Más importante todavía es propugnar una profunda “desnotarización”, que dé mayor eficiente el sistema y elimine una serie de actos que hoy no son más que atavismos. Esto significa ir mucho más allá de la supresión de la presencia de notario en un listado de trámites no muy recurrentes incluidos en el proyecto presentado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Boletín núm. 13.535-07). Dentro de este elenco se incluye el amplio conjunto de declaraciones juradas y fotocopias autorizadas (leyes 18.181 y 19.088). Esto supone que los hechos sean certificados por quien se encuentre en mejor posición para hacerlo. Por ejemplo, de la facultad que el art. 20 de la Ley 4.808 otorga al Servicio de Registro Civil e Identificación para otorgar certificados de los hechos que constan en alguna inscripción deriva que este pueda extender un certificado de cédula de identidad que reemplace la fotocopia autorizada, como hoy sucede con el rol único tributario, o un certificado de domicilio, pudiendo el interesado reemplazar el suyo a través de la página web de dicha repartición, como se hace con el domicilio tributario en el Servicio de Impuestos Internos. El límite vendrá dado por el tipo penal asociado a la falsedad de la declaración (art. 210 y 212 CP). El certificado de soltería que ya se expide es un avance en esta materia, a la que deberían sumarse otras dentro del marco de la transformación digital del Estado.

Sin embargo, toda transformación tecnológica reclama un contexto normativo en dos campos que están estrechamente relacionados y de los cuales no se puede prescindir. Se trata de la protección de datos personales y la ciberseguridad. En el ámbito interno, la primera fue elevada incluso al rango de una garantía constitucional en 2018 a través de la Ley 21.096, sin que eso haya implicado una actualización del marco legal que la desarrolla y que se encuentra contenido en la Ley 19.628, que data de 1999. Los ostensibles avances tecnológicos de estas últimas dos décadas, con la consiguiente exposición de información sensible al escrutinio público, reclaman una pronta revisión del régimen de protección de datos. Desde 2017 se discute en el Congreso una reforma al respecto (Boletín núm. 11144-07 refundido con el núm. 11092-07), cuya reactivación resulta urgente. Más grave todavía es el desfase que se ha producido respecto la disciplina sobre ciberseguridad, considerando la posición que ocupa el país en el Índice Global de la materia publicado en 2019 (83° en el mundo y 9° en América). El marco legal se sustenta en la Ley 19.223, que tipificó los delitos informáticos y fue promulgada en 1993. Solo para recordar, por aquella época el sistema operativo más usual era Windows 3.1, el archivo y transferencia de datos se hacía en unos frágiles discos flexibles de 3 ½ pulgadas, se estrenaba como novedad dentro de los procesadores el Intel Pentium, y recién comenzaba el desarrollo de Internet. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces.

Cabe esperar que estas ideas sirvan para alentar un debate necesario sobre cómo podemos modernizar la fe pública en Chile, sin descuidar al mismo tiempo otros bienes jurídicos tanto o más valiosos.