El Mercurio Legal

Jaime Alcalde Derecho UC 96x96

"...Siempre las crisis han sido oportunidad para repensar el derecho y enderezar aquellos aspectos que no cumplen su función. Esta ocasión puede ser de utilidad para volver a mirar la empresa con una visión distinta, centrada en el propósito que hay detrás. Quizás la reanudación de la discusión del proyecto sobre sociedades BIC pueda ser un primer paso, fomentando la reactivación sostenible tras la pandemia..."

 Veinte años atrás, el cumplimiento de una sentencia judicial dio origen al fenómeno de las empresas B, cada vez más conocidas y difundidas en todo el mundo. De hecho, el último número de la revista Stanford Social Innovation Review menciona este movimiento en su portada y hace un juego de palabras con su denominación. “The B Corps Movement Goes Big”, dice el titular.

Retrocedamos al año 2000, cuando el mundo comenzaba a recuperarse de la “crisis asiática”. Ese año, los creadores de los helados Ben & Jerry’s fueron condenados por la Corte Suprema estadounidense a aceptar la oferta de compra de Unilever. Ben Cohen y Jerry Greenfield querían conservar el mismo propósito que los había llevado en 1977 a crear su empresa. Su idea era compatibilizar el giro comercial con la sustentabilidad y la relación con la comunidad, además de participar del comercio justo con granjas locales y producir con una baja huella de carbono debido al sistema de refrigeración empleado.

Ese hecho fue decisivo para el surgimiento de las Benefit Corporations (B-Corps) mediante un sistema privado de certificación, las que pronto fueron recibidas en Chile y otros países de la región con el nombre de “empresas B”. Ellas son sociedades mercantiles donde la transparencia, la participación de los trabajadores y el impacto positivo sobre la comunidad y el medioambiente se añaden estatuariamente al objeto lucrativo que desarrollan, creando un bienestar que puede ser cuantificado bajo estándares parametrizables. Incluso el modelo cautivó a Unilever, y Ben &Jerry’s acabó certificada en 2012. Paulatinamente, el modelo ha captado la atención de grandes compañías, como Natura, Danone o Laureate Education, como destaca el artículo citado al inicio. Hoy existen 3500 empresas B certificadas en todo el mundo.

En paralelo a este modelo surgió otro de reconocimiento legal. Coincidiendo con la “crisis subprime”, en 2010 Columbia promulgó la primera ley que reconocía las B-Corps como tipo societario diferenciado. Su ejemplo lo han seguido por 35 Estados y también otros países, como Canadá, Italia, Francia o el Reino Unido. El fenómeno tampoco ha sido ajeno a las políticas legislativas de la región. De momento, Colombia y Ecuador han promulgado leyes que reconocen la especificidad de las sociedades de beneficio e interés colectivo (sociedades BIC). En Argentina, Perú y Uruguay se discuten proyectos semejantes, con distintos grados de avance parlamentario.

En Chile, el proyecto respectivo inició su tramitación en la Cámara de Diputados el 13 de junio de 2017 (Boletín Nº 11273- 03). Las indicaciones presentadas por el Ejecutivo en enero de 2018 transformaron sustancialmente la moción original, acercando la regulación propuesta a los modelos comparados, especialmente hacia lo que cabría denominar una “ley modelo hispanoamericana” (objetivo, razón social, deberes de los administradores, publicidad, modificación estatutaria, informe de sostenibilidad, y pérdida de la calidad de sociedad BIC).

Una sociedad BIC y una empresa B no son exactamente lo mismo. Las segundas presentan requisitos más exigentes, porque es necesario que la empresa alcance un puntaje mínimo en la Evaluación de Impacto B, el cual debe ser revisado cada tres años. La certificación privada que hace Sistema B tiene un costo, que se reduce en el caso de las sociedades BIC debido a que, por lo general, ellas solo requieren de reformas estatutarias y publicidad.

Como fuere, detrás existen ciertas ideas comunes y un emplazamiento al derecho para responder adecuadamente a nuevos estereotipos empresariales que comienzan a proliferar. Entre otros aspectos, hay dos cuestiones que resultan interesantes de este movimiento para el derecho societario, una materia que en Chile requiere de un urgente replanteamiento estructural.

El primer aspecto es la función de la empresa. Con independencia de la forma legal que adopte, ella es una organización destinada a satisfacer ciertas necesidades humanas a través de la producción o suministro de bienes o servicios. Muchos de los problemas de comprensión en torno a la empresa provienen de invertir la relación entre el fin principal (económico) y el fin subordinado (crematístico). La empresa existe para desarrollar su giro, que es aquella actividad económica descrita en sus estatutos, porque con él se satisfacen determinadas demandas concretas. Por cierto, este fin no excluye la búsqueda de una ganancia derivada de la realización de esas actividades económicas. Esto es perfectamente legítimo, como también lo es el hecho de que no siempre esa ganancia deba ser repartida, ya por una exigencia estructural (como ocurre en las corporaciones y fundaciones), ya por razones contingentes (como sucede mientras se cumple un acuerdo de reorganización concursal). El ánimo de lucro no es esencial a la empresa.

En este sentido, resulta interesante, por ejemplo, la sentencia dictada el 3 de febrero de 2020 por el Tribunal Supremo español, donde se señala que todo socio “únicamente cuenta con un derecho abstracto sobre un patrimonio ajeno, que no se transmuta en concreto hasta que existe un acuerdo de la junta que ordena el reparto de dividendos en el legítimo ámbito de sus atribuciones […], permaneciendo mientras tanto los beneficios obtenidos en el patrimonio social”. Ese fin subordinado es el que se expresa a través de la idea de “interés social”, que suele enfrentar dos teorías antagónicas, una contractualista y otra institucionalista. Bien mirado, el problema es mucho más sencillo. Si el fin principal de la empresa es el desarrollo del giro, esto quiere decir que el interés social opera como una regla de protección que permite que esa actividad se mantenga en el tiempo, siendo rentable para ella y, por extensión, para sus miembros. Así expresa esta idea el Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas preparado por la Comisión Nacional del Mercado de Valores de España y cuya edición revisada se acaba de publicar en junio de 2020: los órganos de administración deben propender hacia “la consecución de un negocio rentable y sostenible a largo plazo, que promueva su continuidad y la maximización del valor económico de la empresa” (Recomendación 12).

En su célebre Lo pequeño es hermoso (1973), E. F. Schumacher formulaba esta idea como “principio de motivación”, uno de los pilares que permitía “conseguir la pequeñez dentro de una gran organización” o, en otras palabras, volver a pensar la economía al servicio del ser humano. John Mackey y Raj Sisodia insistieron en este pensamiento durante la última década. En su libro Capitalismo consciente (2013) han propuesto un retorno a la verdadera esencia de los negocios, los cuales deben mejorar la vida de las personas y generar valor para todos los grupos de interés (stakeholders). El primero de los cuatro principios para cumplir ese anhelo era la consideración de un propósito elevado, que exige preguntarse para qué existe la empresa. Schumacher era mucho más categórico: “Toda estructura organizativa que esté concebida sin consideración alguna a esta verdad fundamental es muy poco probable que triunfe”.

Por cierto, no se trata de un fenómeno nuevo. La historia brinda muchos ejemplos de emprendimientos que tenían un propósito claro desde el origen más allá de su giro. Quizás el más conocido sea la Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale, fundada en 1844 en esa ciudad de Lancashire por 28 tejedores desempleados y que dio origen al movimiento cooperativo. La sociedad Colomer, Simó, Moscardó y Cía. es otro caso notable. Aunque el nombre sea desconocido, ella resulta entrañable para muchos españoles por el producto con que se hizo conocida: las “mantas paduanas”. Fundada en 1919 en la ciudad valenciana de Onteniente, en su escritura de constitución se dejó constancia de que “el 50% de los beneficios se dedicarían a participación de los trabajadores y a obra social”. El objetivo de los socios fundadores eran dar trabajo a los obreros carlistas que por su militancia eran rechazados por otras empresas debido a las presiones de los sindicatos. Chile también cuenta con algunos casos, como el Banco del Pobre constituido en 1869, que tenía “por objeto la fundación i sostén de un monte de piedad i de una caja de ahorros para la clase pobre” (art. 4°), y que entre sus operaciones incluía el microcrédito (art. 5°,núm. 1°). La institución fue autorizada en 1872 para operar como banco de emisión, aunque cinco años después cayó en cesación de pagos y no se pudo recuperar. Más reciente es la marca Late!, que comenzó comercializando agua embotellada y cuyas utilidades se destinan de manera íntegra a fundaciones de reconocido prestigio para ir en apoyo de las personas más vulnerables del país.

La segunda cuestión está relacionada con el lugar que la empresa desempeña respecto de la comunidad y el medioambiente, que son aspectos en los que ha insistido la Comisión para el Mercado Financiero en los últimos años. Cabe recordar que a fines de 2019 fue sometida a consulta pública la modificación de la NCG 386, de 2015, que regula el reporte de responsabilidad social y desarrollo sostenible. Pero también ha habido otros elementos, como la Ley 21.227 sobre suspensión del empleo que trata de evitar los despidos. Aunque falta una mayor comprobación empírica, por lo general las empresas con propósito resisten mejor las crisis, porque están preocupadas por conservar el negocio y los puestos de trabajo. Por eso, tardan más en cerrar, malvender la empresa o deslocalizar la producción.

Siempre las crisis han sido oportunidad para repensar el derecho y enderezar aquellos aspectos que no cumplen su función. Esta ocasión puede ser de utilidad para volver a mirar la empresa con una visión distinta, centrada en el propósito que hay detrás. Quizás la reanudación de la discusión del proyecto sobre sociedades BIC pueda ser un primer paso en ese sentido, fomentando la reactivación sostenible tras la pandemia.

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