Mercurio Legal

Jaime Salas Astrain 158x158

Vor dem Gesetz -en español: Ante la Ley- fue escrita por Franz Kafka a principios del siglo pasado. Comenzaba así: “Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde. —Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no”.

Si aguzamos los sentidos no es inusual constatar ante los tribunales de justicia disidencias cardinales entre jueces y abogados, respecto de casos difíciles que parecen no estar claramente zanjados en la dogmática jurídica o en la Ley. Estas “disidencias” se hacen más palpables cuando entre los propios jueces existen opiniones diversas respecto de la resolución de un caso; sobre el alcance de una norma legal o -peor aún- acerca de la función que cumplen las decisiones judiciales en las sociedades democráticas.

En el pasado no hemos hecho gala de un desarrollo intelectual particularmente autónomo de las grandes corrientes mundiales y, en el tema que planteo, me temo que esta discusión tampoco resulta original. En efecto, como ya ha ocurrido en otras partes del planeta, problemas de este tipo se profundizan en tiempos de tensión institucional como hoy ocurre en el país.

Ronald Dworkin, a propósito de las decisiones e interpretaciones de los jueces, en el libro El imperio de la justicia, sostiene que las disidencias que pongo de manifiesto producen varios efectos prácticos; entre otros, el tachar a algunos jueces de conservadores o progresistas según si se opta frente a un caso complejo por aplicar rígida y mecánicamente la ley o si se tuerce el sentido de ésta para servir a propósitos individuales invocando la nebulosa consigna que dice que el buen juez prefiere la justicia a la ley.

Por su parte, el profesor argentino Adolfo Alvarado Velloso aborda este punto a partir de lo que denomina “el decisionismo judicial”, esto es, la misión que cumple el movimiento formado por ciertos jueces solidaristas que resuelven los litigios que le son presentados por los interesados a base exclusiva de sus propios sentimientos o simpatías hacia una de las partes, sin sentirse vinculados con el orden legal vigente.

Este fenómeno tiene su origen, según Dworkin, en lo que se describe como un desacuerdo teórico acerca de los fundamentos del Derecho, esto es, una discrepancia que, en realidad, no es una discusión acerca del Derecho, sino más bien, sobre cuestiones de moralidad. Por ejemplo: ¿Los jueces deben resolver asuntos reservados a la Ley cuando -evidentemente- las instancias legislativas no han llegado a consenso sobre el particular? ¿En qué grado las sentencias judiciales están influenciadas por la percepción de inseguridad ciudadana o los vaivenes económicos y políticos del país? o ¿Pueden los jueces durante la vigencia de una democracia plena zanjar asuntos valóricos impulsados por lo que interpretan como un clamor público o movidos por sus convicciones más profundas? En todas estas preguntas aparecen involucrados aspectos relacionados a la moralidad y, por lo mismo, son de orden externo al Derecho, ya que no existe aquí un cuestionamiento a la práctica legal argumentativa sino, más bien, a las distintas opiniones acerca de lo que el Derecho es o debería ser conforme a los parámetros valóricos personales del juez disidente.

La problemática que planteo se encuentra directamente vinculada con la respuesta a si los jueces frente a un caso difícil “descubren el derecho” a partir de la normativa vigente o, sencillamente, “lo inventan”.

Así, desde el punto de vista de las garantías individuales -inherentes al Estado de Derecho- lo realmente importante acá es develar la verdadera naturaleza de aquellas materias ejemplificadas, supuestamente insoslayables, en sede judicial. Con todo, quien crea ver en estas cuestiones asuntos propios de la competencia jurisdiccional no hace otra cosa que mezclar -en mi opinión- el genuino discurso normativo-jurídico con las disidencias de quienes no se resignan a que las opiniones particulares que detenta un segmento humano en un momento determinado sobre lo que se cree más adecuado o no – moralidad – nada tiene que ver con el Derecho, en la medida que tales visiones individuales, no alcancen a plasmarse en la Ley por déficit de quorum o inexistencia de iniciativas legislativas. No se trata de una paradoja. Se trata del rol aglutinante de la diversidad que cumple la Ley en las sociedades democráticas.

Lo mismo habrá que decir de quien pudiera no entender que en el modelo republicano la política partidista no la hacen los jueces y que sus cargos tampoco son compatibles con egos personales de figuración. Así las cosas, el mejor compromiso que los jueces pueden tener con la democracia es limitarse a hacer lo que de ellos se espera y que se resume en el juramento de instalación de sus cargos: “guardar la Constitución y las leyes de la República"

En tal escenario, me parece que la distinción entre “jueces progresistas y conservadores” no es normativamente legítima, desde que la única clasificación posible es aquella que distingue entre jueces que se someten al imperio del principio de legalidad y los que podrían no hacerlo, con todas las consecuencias que ello implica.

Parafraseando a Dworkin, si comprendemos mejor la naturaleza de nuestro argumento legal, conocemos mejor qué clase de personas somos.

Parafraseando a Franz Kafka en su Vor dem Gesetz, las puertas de la Ley siempre deben estar disponibles al libre tránsito y sin guardianes.