El Mercurio Legal

Carolina Helfmann 158x158

La Ley N°20.730, que regula el lobby y las gestiones que representen intereses particulares ante las autoridades y funcionarios (Ley del Lobby), cumple cinco años desde su dictación, por lo que parece pertinente dedicar algunas líneas al análisis de esta normativa. Adicionalmente, hace unos días, según lo informado por medios de comunicación social (El Mercurio C4 sábado 20 de abril), ingresaría al Congreso un proyecto para modificarla, siendo su objetivo que la Ley del Lobby incluya también las reuniones sostenidas por autoridades del Estado. Si bien no se trataría de una iniciativa presentada por el Ejecutivo —y sin perjuicio de la existencia de otros proyectos previos—, ciertamente se podría encuadrar en la agenda legislativa vinculada a la integridad pública (Boletín N°11883-06) y el fortalecimiento de la transparencia (Boletín N°12100-07). Para evaluar qué aspectos podrían ser parte de reforma, corresponde partir por recordar los orígenes de esta normativa.

De acuerdo a lo expresado por el mensaje que dio lugar a la Ley del Lobby, su propósito era principalmente fortalecer la transparencia de las decisiones públicas evitando que la “captura” de las autoridades pudiera afectar el bien común y la igualdad de derechos. Así, lo que se planteaba era fortalecer el proceso de toma de decisiones, conjugando una serie de valores y derechos vinculados al mismo. Por un lado, el derecho de todas las personas de hacer valer sus opiniones frente a la Administración y, por otro, el resguardo a la igualdad entre los posibles interesados en manifestar sus puntos de vista y la existencia de un registro de tal información para efectos de permitir el control por parte de terceros. Pero ¿se cumplió con este objetivo? ¿La Ley del Lobby cumplió con su propósito de fortalecer el proceso de toma de decisiones públicas? Para responder estas interrogantes se debe revisar su contenido y cómo se ha desenvuelto la misma en la práctica.

Desde el punto de vista del contenido, la Ley del Lobby se encargó de definir qué se debe entender por lobby y por gestión de intereses privados, quiénes son los sujetos pasivos, cuáles son las actividades reguladas, estableció registros y un régimen de sanciones para los incumplimientos de esta normativa que distingue entre sujetos pasivos y activos. Ninguna de estas materias, varias de ellas de regulación confusa o incluso innecesaria —distinción entre lobbista y gestor de intereses— o bien casi sin aplicación práctica —sanciones para los sujetos pasivos—, puede estimarse que hayan impactado en el proceso de toma de decisiones públicas y menos que otorguen identidad a la Ley del Lobby. Si se consultara públicamente cuál ha sido su principal aporte, probablemente la respuesta sería unánime: estableció un mecanismo para solicitar audiencias con diversas autoridades públicas y, por lo mismo, aseguró el derecho de los ciudadanos a reunirse con las autoridades públicas. Sin embargo, no es efectivo que este mecanismo se contenga en la Ley del Lobby y tampoco que asegure el derecho a reunirse con las autoridades.

La poca regulación existente en torno al mecanismo para solicitar audiencias se encuentra contenida en el Reglamento de la Ley del Lobby. ¿De qué se trata exactamente este mecanismo? El Reglamento (artículo 10) prevé dos cosas. Primero, que la solicitud de audiencia debe realizarse mediante un formulario donde se debe indicar cierta información (vinculada a lo dispuesto por el artículo 8 de la Ley del Lobby que establece la información que debe contener el Registro de Audiencia Pública). Segundo, que la autoridad respectiva deberá pronunciarse sobre la solicitud de audiencia dentro de un plazo de tres días hábiles. ¿Qué aspectos fundamentales no se encuentran previstos? No se señala un efecto para el incumplimiento del plazo de tres días, no se dispone cuál es el plazo máximo dentro del cual debe llevarse a cabo la audiencia, no prevé posibles causales de denegación (sin perjuicio de que en la práctica las autoridades sí deniegan audiencias en base a normas sectoriales y principios), no dispone un mecanismo para impugnar una posible negativa de audiencia o bien para impugnar la sustitución de una autoridad por otra. Además, no existe un registro de todas las solicitudes realizadas, su tramitación y resultado. La omisión de los elementos señalados, implica —en la práctica— el quebrantamiento de valores y derechos que justificaron la dictación de la Ley del Lobby, como son, entre otros, la igualdad de derechos y la transparencia.

En definitiva, esta ley se planteó como una norma pretenciosa en cuanto a sus propósitos, pero devino en una norma de poco impacto en nuestro medio. De hecho, lo que parece ser su aspecto más relevante —el establecimiento de un mecanismo para concretar audiencias con diversas autoridades públicas— no es una materia contenida en la Ley del Lobby, sino que en su Reglamento. En este sentido, parece haber dos posibles caminos. Por una parte, aspirar a retomar la idea de fortalecer el proceso de toma de las decisiones públicas y la transparencia del mismo, lo que implica analizar qué aspectos deben ser modificados a nivel legal. Para ello, es interesante el momento legislativo actual, donde, dicho sea de paso, se debiese analizar y reunir todas las normas sobre probidad y transparencia en un mismo cuerpo normativo y no en diversas normas como ocurre actualmente. Si lo anterior no ocurre, al menos se debiesen perfeccionar las reglas relativas al procedimiento de solicitud de audiencia, que han demostrado ser imperfectas en la práctica, lo que, siguiendo el estatus actual, no requiere una modificación legal.