El Mercurio Legal

Jaime Salas Astrain 158x158

La legitimación político-criminal de la prisión preventiva, y de las otras medidas cautelares personales asociadas a ella, constituye un asunto crucial para esclarecer el vínculo existente con la eventual pena a imponer a alguien en el caso de que sea condenado. Adhiero a la posición, según la cual, el fundamento de la prisión preventiva tiene que ver con una necesidad de orden puramente procesal y, si bien existe un nexo con la pena eventual a imponer al condenado en la causa en la que fue decretada, su justificación es autónoma. Lo anterior ha llevado a la doctrina, en forma cada vez más frecuente, a sostener que la llamada presunción de inocencia —vigente durante el tiempo de duración de la prisión preventiva— configura, más bien, una verdadera regla de trato procesal, según la cual, durante el proceso penal, el imputado debe “ser tratado” como si fuera inocente hasta no arribar a una decisión concreta que permita decidir la sustitución de este trato de inocente por el trato de culpable.

En otras palabras, la presunción de inocencia, aunque tenga la denominación de tal, no lo es, desde que carece de lo que le es propio a toda presunción, es decir, no está basada —a priori— en indicio alguno a partir del cual concluir —en este caso— la inocencia del imputado. Por este motivo se la considera, más bien, un simple principio general del proceso penal orientador de la convicción judicial acerca de la inocencia, que trata de alejar al juez del prejuicio social de culpabilidad. Aún más, algunos autores se refieren a la denominada presunción de inocencia como una “presunción-principio”, es decir, que no impone ninguna creencia sobre la sustancia de fondo, sino más bien un “no está probado que”. Por lo tanto, sería mejor hablar de “presunción de no culpabilidad”.

Lo relevante acá es que “el trato de inocente” que ampara al imputado no permite atribuirle el carácter de pena al tiempo que estuvo privado de libertad cuando no fue condenado, desde que en tal caso la sospecha implícita de culpabilidad no logró ser confirmada probatoriamente en el juicio. En este escenario, el encierro provisional tampoco puede ser considerado una “pena anticipada”, ya que —en estricto sentido— hablar de presunción de inocencia en cuanto estándar probatorio de la culpabilidad solo tiene impacto frente al discurso propio del juicio y de la pena y no en el marco de la discusión de una medida cautelar personal. En este último caso, en cambio, la presunción de inocencia se yergue solo como un principio orientador de la imparcialidad del juez de cara a las decisiones que deba adoptar durante el transcurso de la investigación y que puedan afectar los derechos del imputado no condenado.

De este modo, durante el tiempo de la prisión preventiva el imputado seguirá sujeto al principio de inocencia y, por lo mismo, no podrán derivarse consecuencias jurídicas penológicas para quien debe dársele un “trato de inocente”. Así, por ejemplo, el reconocimiento del abono heterogéneo —esto es, la práctica judicial de abonar el tiempo que alguien permaneció en prisión preventiva sin ser condenado a otro proceso en el que, efectivamente, fue condenado a una pena privativa de libertad— transforma en letra muerta el principio de inocencia al que está sujeto el preso no condenado, ya que implica tratar como culpable a quien se le abona como pena un tiempo de privación de libertad durante el cual debe tratársele como inocente.

Si bien no es un asunto doctrinariamente del todo pacífico, la tendencia es a reconocer a la prisión preventiva un carácter de índole procesal a consecuencia, precisamente, del principio de inocencia. Lo anterior permite asignar a aquella una finalidad vinculada al aseguramiento del proceso a través de garantizar la realización del juicio, la ejecución de la eventual condena y la averiguación de la verdad material. Por el contrario, la prisión preventiva no puede perseguir los fines que suele asignársele a la pena —retribución, prevención general o especial—porque, si así ocurriera, se convertirá en forma automática en una “pena anticipada”. Por ende, la privación de libertad cautelar de un individuo, considerado “fundadamente sospechoso”, no deriva del carácter de pena anticipada de la prisión preventiva, sino de la naturaleza de derecho público del derecho procesal penal que autoriza al juez a emplear medios coercitivos para asegurar la consecución de los fines del proceso mencionados.

Ahora bien, los detractores de esta posición sostienen que, en el hecho, los fines de la prisión preventiva no difieren de los de la pena, ya que el proceso criminal cumple funciones punitivas de prevención general y especial características de la teoría de la sanción. De este modo, sostienen, se vulnera la “presunción de inocencia”, ya que durante la etapa de investigación del hecho el imputado es “materialmente condenado” mediante la prisión preventiva, ocurriendo a menudo que, luego del juicio, deba ser puesto en libertad a causa de tenérsele por cumplida la pena o por motivo de absolución o sobreseimiento.

Aquí caben dos comentarios. En primer lugar, este cuestionamiento a la finalidad de la prisión preventiva proviene desde el derecho penal sustantivo que asigna a la pena una naturaleza vinculada a la prevención general o especial y, a la primera, un fundamento puramente peligrosista. En tal contexto, el sentido de esta medida cautelar personal se encontraría en la evitación de la comisión de nuevos ilícitos por parte de sujetos considerados peligrosos y, por ende, la prisión preventiva no tendría una finalidad distinta a la pena que se impone con un propósito educativo-resocializador o incapacitador —neutralizador— propio de la prevención especial negativa.

Si bien la tesis peligrosista podría ofrecer una explicación a una parte de la actual regulación vigente en Chile sobre la prisión preventiva, desconoce que —por lo menos, desde un punto de vista doctrinario— en el derecho procesal penal el fundamento real de una medida de coerción como aquella solo debiese residir en el peligro de fuga del imputado o de que se obstaculice la averiguación de la verdad. Esta diferenciación permitiría separar con claridad los límites entre la prisión preventiva y la pena. Con todo, esto se dificulta notoriamente a causa del marco legal vigente de la prisión preventiva que tiene —como se dijo—, a lo menos en parte, un fundamento peligrosista. Lo anterior vendría a confirmar que la prevención general o especial no permite establecer la real diferencia entre la prisión preventiva y la pena y, por lo mismo, no sirve para explicar el fundamento de la primera, desde que compromete a esta medida cautelar con un derecho penal preventivo que se halla implícitamente involucrado con la utopía de una “sociedad sin delincuencia” y soslaya lo medular, esto es, que la punición es merecida solo cuando el quebrantamiento del derecho frente al cual el Estado reacciona punitivamente es imputable a la persona cuya punición se trata.

En segundo lugar, las críticas que denuncian los detractores del carácter procesal de la prisión preventiva no hacen más que evidenciar que si esta tiene un carácter punitivo y el individuo es absuelto o sobreseído, el tiempo que permaneció privado de libertad, necesariamente, envuelve la paradoja de haber sido “condenado” —en el hecho— un “inocente”.

En este escenario, la pretendida incompatibilidad entre la presunción de inocencia y la prisión preventiva no es tal, si entendemos a aquella como una regla de trato que mira a la condena. La inocencia es pues, antes que todo, un principio orientador de la imparcialidad del juez durante la tramitación de la investigación que cobra especial importancia en cuestiones vinculadas a la fundamentación de la pena. De esta manera, entonces, a quien se encuentra sujeto a prisión preventiva le afecta una “sospecha razonable de culpabilidad” y no es que se le considere inocente, existiendo solo un impedimento estatal para la imposición de pena mientras tal sospecha no logre ser transformada —a causa del trabajo probatorio del Estado— en confirmación procesal de culpabilidad. Lo anterior resulta crucial para avalar la posición procesal de la prisión preventiva, ya que el proceso penal está relacionado con un medio de reconstrucción de la verdad que abarca grados progresivos de sospecha respecto de la participación que le ha correspondido a un sujeto en un hecho punible, avanzando desde el estado de duda hasta el de certeza procesal.

Como sea, me parece que el asunto acá no se trata de que en el estadio de la denominada presunción de inocencia la culpabilidad del imputado sea una cuestión incompatible con aquella. Al revés, la fundamentación del principio de inocencia exige que para que la conculcación de la libertad personal de alguien constituya el ejercicio legítimo de la función pública, es necesario que la prisión preventiva lleve implícita en cada caso concreto indicios de culpabilidad. A esto podríamos llamar el efecto indiciario de la culpabilidad inherente a la prisión preventiva, lo que obligaría a destruir la creencia generalizada de que el problema de la culpabilidad del imputado constituye solo un problema del juicio, pero no de la etapa de investigación.