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LA DISCUSIÓN en torno a la existencia, justificación y función del Tribunal Constitucional (TC) al interior de nuestro sistema jurídico en los últimos días ha sido más bien pobre. Quizás, el que se esté dando al calor del anunciado requerimiento de la oposición ante el TC por el proyecto de ley de aborto en tres causales, contribuya a nublar los debidos estándares de argumentación racional de algunos intervinientes. Lo anterior se ve plasmado en que los argumentos de "defensa" se limiten a frases como: "El Tribunal Constitucional no es parte del legado de la 'dictadura', sino que ingresó a nuestro sistema jurídico en 1970", "el Presidente Allende recurrió también al TC", "la izquierda ha recurrido al TC tantas veces como la derecha", etcétera. Argumentos que son respondidos por los "críticos" también en registro de polemista: "El TC es una tercera cámara", "el TC es antidemocrático", "el TC es uno de los cerrojos del proyecto constitucional de la dictadura", "Chile Vamos tiene una mayoría 6-4 en el TC", etcétera.

Creo que un debate más constructivo (y productivo) debe comenzar reflexionando respecto del tipo de democracia a la que aspiramos y el rol que juega una institución contramayoritaria como el TC; la forma en que la actual Constitución configura los mecanismos contramayoritarios en su interior (y si lesiona o no el principio democrático); y la necesaria distinción que debemos hacer entre los fines perseguidos y los instrumentos a utilizar que deben orientar el debate.

En primer lugar, para quienes somos partidarios de una democracia constitucional, basada en instituciones y el imperio del derecho, la regla de mayoría para tomar decisiones colectivas es fundamental, imperativo de la igualdad política, pero no es la regla de clausura respecto de algunas materias específicas. En efecto, entre estas últimas se encuentran principalmente el respeto a ciertas reglas procedimentales con las que dirimimos nuestras diferencias en el proceso democrático (las propias de una sociedad plural) y los derechos constitucionales (especialmente de las minorías, y en especial aquellos que suelen ser vulnerados por el Estado). Bajo esta concepción, se favorecerá, entre varios mecanismos contra-mayoritarios alternativos disponibles, la existencia de controles jurídicos a las leyes que son aprobadas por una mayoría, evaluando que se ajusten a la Constitución. De lo anterior poco podemos concluir respecto del órgano específico que efectuará dicho control, su integración, atribuciones, etcétera, pero sí que ante el constitucionalismo, conceptos como democracia, igualdad política, soberanía, no son neutrales, y es bueno tener presente que en este ámbito se habla desde una determinada tradición intelectual.

EN SEGUNDO lugar, es útil constatar que la Constitución actual utiliza un exceso de mecanismos contramayoritarios y en dosis altas que aconsejan su revisión ala baja (por ejemplo, podemos agregar las leyes orgánicas constitucionales o la rigidez constitucional). Ello porque las constituciones deben lograr la armonía virtuosa entre el principio democrático y el principio de los derechos humanos, y en la actualidad ello no se está logrando, restringiéndose la regla de la mayoría en ámbitos en que debería tener la última palabra. En tercer lugar, en el debate parecen confundirse fines con instrumentos. Lo que es relevante desde la perspectiva de los fines, es dar eficacia al principio de supremacía constitucional. Si el control jurídico de constitucionalidad de las leyes recae en un Tribunal Constitucional, la Corte Suprema, una sala de la Corte Suprema como corte constitucional, etcétera; el que este tome la forma de controles preventivos o ex post; si sus efectos quedan condicionados o no a una reacción correctiva del legislador; son todos debates instrumentales (y habrá que poner atención a su diseño e incentivos institucionales por supuesto).

Así, y aunque no existe evidencia empírica suficiente en esta materia, es posible hipotetizar, por ejemplo, que para dar mayor eficacia al principio de supremacía constitucional, un arreglo institucional preferible al hoy existente, podría consistir en robustecer los controles ex post del TC (una vez que la ley está vigente), dándoles (mayor) fuerza obligatoria a sus fallos (las sentencias de inaplicabilidad no parecen impresionar mucho a los tribunales ordinarios que deben aplicarlas), y eliminando los controles preventivos sobre proyectos de ley (que son episódicos, de menor impacto en la interpretación constitucional y con el potencial de lesionar el principio democrático).

Un debate tan importante como este no sólo debe ser uno racional, sino que invitar a todos sus intervinientes a abandonar las posiciones de defensa o demonización acrítica, que poco contribuyen a reflexionar respecto de nuestro sistema constitucional y el rol del TC en este.