El Mercurio

Arturo Fermandois 158x158

Toda persona tiene derecho a retractarse y volver sobre sus pasos. El arrepentimiento parece ser una realidad de la naturaleza humana. Pero cuando es el Estado el que emite una contraorden sobreviniente que afecta a particulares, debe asumir las consecuencias de quebrar la que llamamos legítima confianza, un principio de derecho público.

Este principio descansa en una idea simple, pero poderosa: la confianza merece protección. Así, si el propio Estado ha creado un marco de cordialidad normativa por el cual invita o autoriza a particulares a desarrollar una determinada actividad, su arrepentimiento sorpresivo está regido por este principio. Y si el cuadro normativo se despliega mediante actos administrativos o legislativos -regulares en su apariencia- que inequívocamente generan esa confianza, esto produce efectos constitucionales precisos y vinculantes. Por lo mismo, si la autoridad decide retractarse, sea invocando un vicio de ilegalidad o razones de bien común, infringe la Constitución y debe indemnizar a los afectados.

Hace dos años, un nuevo gobierno asumió y procedió con diversas retractaciones normativas. Entre otras, se derogó el llamado reglamento del Consentimiento Expreso del Ministerio de Economía, a pocos días de haberse dictado, y se invalidó prestamente un acuerdo del Consejo de Ministros favorable a HidroAysén, emitido unos pocos meses antes. En esos días, los administrados acusaban el impacto de la alternancia de coaliciones políticas en el poder. El cambio de criterio y prioridades en las autoridades entrantes eran el fundamento de conductas administrativas incoherentes con otras anteriores, emanadas de los mismos órganos administrativos.

La situación desconocía el deber que la Constitución exige al Estado y sus órganos de observar una actuación administrativa consistente. Esto, especialmente cuando mediante actos administrativos favorables se había provisto de confianza a los administrados, habiéndoseles facultado para actuar de una determinada forma.

En los últimos tiempos, esta tendencia regulatoria viene alcanzando zonas e intensidades jurídicas inéditas. Sin apego al principio administrativo de coordinación, se cuestionó por una alta autoridad una fusión de AFP aprobada previa y expresamente por acto administrativo formal por el superintendente del ramo. En Valparaíso, se declaró admisible y ya se tramita una moción parlamentaria de nulidad de la Ley de Pesca. Luego se anunció otra moción de nulidad para la Ley del Royalty II, aprobada en 2010. Los promotores de estos episodios legislativos -muy inéditos, porque lo que cabría, si así se decidiera, es proponer su modificación o derogación, con períodos transitorios e indemnización- sugieren lo imposible en derecho, esto es, que el Estado puede dejar a los afectados, que confiaron en la ley aprobada, librados a su propia suerte, u obrar como si todo lo sucedido en el tiempo intermedio fuese ilícito. Pero aún si el legislador así lo resolviese, el Estado debe prepararse para indemnizar los daños, porque cuando la confianza y certeza jurídica se quiebran por su concurso u omisión, no cabe aceptar su defensa.

El derecho público se ha puesto de acuerdo en los requisitos necesarios para que opere la legítima confianza y esta se levante como una barrera para que Estado invalide sus propios actos. La facultad administrativa de invalidar existe formalmente en el artículo 53 de la ley 19.880, pero reconoce límites si se cumplen estos requisitos. Acto estatal favorable, apariencia de regularidad, buena fe, precisión de la conducta previa que se desea remover, etcétera. Sabemos también que el principio está definitivamente aceptado en el derecho constitucional universal. Ya no se trata solo de invocar derechos adquiridos ante el cambio legislativo, sino de algo más amplio, más directo y eficaz que la simple protección de la propiedad.

Y, una vez configurada la confianza frente a la retractación de la autoridad, son muchas las herramientas que velarán por su protección. Desde las primeras sentencias del tribunal administrativo federal de Alemania en la década de 1950 hasta los modernos tratados internacionales de protección de inversiones, al resguardar la confianza legítima, todos ellos sirven la misma piedra angular y milenaria del derecho junto a la justicia, que es la certeza jurídica.