El Mercurio

Arturo Fermandois96x96

Obstaculizar indebidamente al Congreso o bien avalarle todos sus proyectos y reformar por esa vía la Constitución. Esto último, por cierto, sin estar dotado de poder constituyente.

Esta es la disyuntiva del Tribunal Constitucional; estos son los dos graves riesgos -y no solo uno- que enfrenta esa magistratura al decidir sus causas más polémicas, como fue la recaída sobre el proyecto de reforma educacional que se falló la semana pasada.

Los críticos del Tribunal Constitucional nos han acostumbrado a ver solo una parte del problema; se concentran ellos solo en el riesgo de transformar a este órgano en una así llamada tercera cámara legislativa. Subrayan que esto último lo transforma en ilegítimo, puesto que el Tribunal no ha sido elegido en las urnas, lo que le impediría controlar preventivamente la constitucionalidad de los proyectos de ley. "Contramayoritario", acusan, atribuyéndole un defecto insanable, al punto que promueven la eliminación de este tipo de control o del tribunal mismo.

Esta crítica es atendible en abstracto, pero aplicada a Chile no persuade. El Tribunal ha sido deferente con el Congreso, y cuando ha debido hablar mediante un fallo, méritos constitucionales sobraban. El Tribunal no ha sido ni puede llegar a ser una tercera cámara.

Pero se sabe muy poco del segundo grave riesgo al que está entrando actualmente el Tribunal Constitucional, aquel que lo puede transformar en un tribunal constituyente. El camino para llegar a este distorsionado resultado es simple: el Tribunal, por mayoría estrecha de sus ministros o incluso con empate de votos, no objeta ciertos proyectos de ley que se apartan profunda y diametralmente de las definiciones axiológicas y técnicas vigentes en la Constitución sobre tales o cuales materias.

¿Qué ocurre en un caso así entonces? Sencillo: la Constitución resulta reformada con el fallo, sin ajustarse al procedimiento de reforma previsto en aquella. Es una reforma judicial-constitucional de facto, carente de legitimidad, que sustituye impropiamente el irrenunciable debate político que envuelve una reforma constitucional.

Las enmiendas a la Carta son y deben ser acuerdos entre mayorías y minorías sobre los temas fundamentales que han de regirlos. Una reforma judicial-constitucional suplanta ese proceso y deteriora gravemente la institucionalidad. Este camino es significativamente más disruptivo que la tercera cámara; basta tener un voto más o un voto dirimente en un grupo de diez jueces para obtener lo que corresponde a las mayorías del Congreso. Se modifica la Carta. Ni una eventual asamblea constituyente ni un plebiscito serían capaces de tan formidable enmienda.

Creemos que la Constitución de 1980 admite en su interior múltiples variantes de política pública legislativa, con mayor o menor presencia del Estado en la vida social. Hemos constatado que cualquier gobierno puede desplegar con esta misma Constitución un abanico enorme de instrumentos de gobierno, moderadamente socializantes, o moderadamente privatizantes (véase "Evolución Constitucional o Nueva Constitución", Editorial Thompson-Reuters, 2015).

Pero esta afirmación tiene un límite; hay algunos proyectos de ley que desbordan objetivamente los contornos de la Constitución. Es imposible no pensar aquí en lo ocurrido con la reforma educacional y su debate constitucional. Un proyecto de ley que salvó el Tribunal Constitucional y que sin embargo prohíbe la apertura de nuevos establecimientos subvencionados (sin permiso del Estado), cuando la Constitución asegura exactamente lo contrario, el derecho a "abrir" esas escuelas. Un proyecto que impone la filantropía forzada de los sostenedores, cuando la Constitución garantiza exactamente lo contrario (derecho a desarrollar actividades económicas), etcétera.

Un mismo tribunal, dos riesgos que cuidar.