Revista Capital

rodrigo delaveau96x96

Una de las diferencias más perceptibles para cualquiera que haya viajado –y manejado– en EE.UU. son aquellas relativas al disco pare y a la luz roja. En Chile, existiendo un cruce vehicular de cuatro esquinas, dos de ellas tienen disco pare y las otras dos no: en esa lógica los que vienen por una determinada calle siempre pasarán, y los otros dos nunca podrán pasar sino hasta no venga algún vehículo por la otra vía. Igualmente, en nuestro país no es posible virar a la derecha en una luz roja sino mediante un cartel que expresamente autorice el viraje. En EE.UU., en cambio en un cruce de cuatro esquinas, todas ellas tienen disco pare, y deben pasar en estricto orden de llegada al cruce. En tanto, con relación a luz roja, en ellas siempre es posible virar a la derecha, salvo cuando esté prohibido.

Estas dos simples reglas revelan parte importante de la idiosincrasia subyacente, o al menos de la menor o mayor asentamiento de la idea de libertad responsable de ambos pueblos. Y claro, tener disco pares en dos de las cuatro esquinas de un cruce implica que la autoridad determina ex ante que algunos siempre pasarán y los otros siempre pararán... a menos que nadie más venga por la otra vía. Esto hace que los que enfrentan una esquina que no tenga disco pare ni siquiera les importe o preocupe los otros, ya que ellos siempre tendrán preferencia; y los que enfrenten el disco pare tendrán que esperar una eternidad, pues sólo pueden hacerlo cuando no venga nadie. La regla americana en cambio, exige mayor precaución inicial ya que asume que todo el que enfrente un cruce debe detenerse, pero tiene la certeza de que en algún momento le tocará pasar. Esta regla es más respetuosa del orden de llegada, pero exige una gran cuota de responsabilidad: al llegar al cruce se debe estar pendiente del resto, de manera que cada uno cruce en el orden que llegaron al disco pare.

La segunda de las reglas, es aún más simple: cada vez que enfrente una luz roja, puede virar a la derecha sin necesidad que alguien deba autorizarlo para ello. Al igual que la regla del disco pare, ello no sólo exige responsabilidad individual, ya que implica estar pendiente de quien viene, aun cuando se esté en luz roja, sino que trae externalidades positivas en cuanto a que se reduce la congestión colectiva en el caso de que se enfrente una luz roja y no venga ningún auto por la izquierda con luz verde.

Lo anterior refleja una aproximación a determinados temas que no hemos podido resolver con equilibrio: se da la sensación de que la única manera de enfrentar los problemas es con más leyes donde el Estado determine de antemano quién pasa y quién no; o bien que le impida virar aun cuando no venga nadie. A lo anterior, entonces, nacerá la tentación de otros de resistir toda regla y sentido de autoridad, ya que asimilan orden y respeto con dictadura o fascismo. Ello da cuenta de que el problema puede estar en parte en la ley, y en parte en la realidad a la que se aplica.

Necesitamos comprender que la vida en sociedad requiere reglas no por escrupulosidad regulatoria, sino precisamente porque se necesita resguardad la libertad. No hay democracia sin orden y respeto. Y como hemos perdido el orden y el respeto, en realidad estamos autominando la democracia, echándole la culpa a la desigualdad. Ello es doblemente destructivo, porque la repugnancia a la falta de igualdad pareciera no fundarse en la preocupación del sufrimiento del más débil, sino más bien en el odio y en la envidia del que tiene más. Ahí radica nuestro verdadero problema: por eso seguiremos estacionándonos en los cupos de minusválidos porque no hay más disponibles, o bloqueando a los que señalizan para adelantar porque voy apurado, consumiendo sin pagar dentro del supermercado porque nadie me ha visto, tirando papeles por la ventana porque otros lo hacen, expresando triunfos o derrotas quemando micros porque nadie me castiga; desconociendo los derechos y la dignidad de los trabajadores por "vacíos legales", ignorando el dolor de los que sufren porque yo también sufro, ingresando ilegalmente a un estadio porque las entradas están muy caras, o queriendo todo gratis sin esfuerzo porque otros han tenido más suerte, ya que la solución a todo estaría –finalmente– en bajar al otro de los patines. Irónicamente, no hay nada tan antidemocrático como la igualdad pura, ya que ésta no acepta diferencias, aun las accidentales.