El Mercurio

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Una de las modificaciones más importantes que propone el Proyecto de Código Procesal Civil, en tramitación legislativa actualmente, es la sustitución del recurso de casación en el fondo que conoce nuestra Corte Suprema por un recurso extraordinario, cuestión que incide en el núcleo de las funciones de dicho tribunal y que, como era de esperar, ha suscitado la resistencia de algunos sectores que preferirían mantener el actual estado de cosas.

El cambio propuesto se ordena a dotar de identidad funcional a nuestra Corte Suprema como órgano cúspide del poder jurisdiccional, centrando su actividad en dar coherencia y predictibilidad a las decisiones judiciales por la vía de generar precedentes interpretativos de la ley.

La generación de tales precedentes, sin otra fuerza vinculante que la persuasión derivada de la razonabilidad y justicia intrínseca de las decisiones, permitirá a los tribunales inferiores seguir unas mismas orientaciones, y a los ciudadanos ordenar previsiblemente sus conductas con base en ellos. Tal coherencia en las decisiones judiciales es condición necesaria para garantizar una efectiva igualdad ante la ley y para el resguardo subsecuente de la seguridad y certeza jurídica, valores fundamentales para la estabilidad del Estado de Derecho y para el desarrollo del país. En suma, se trata de que, a través de este nuevo instrumento procesal, la Corte Suprema centre su actividad en la satisfacción de necesidades de interés general de los ciudadanos, y no como ocurre hoy día, que focaliza sus esfuerzos en la limitada función resolutoria de casos particulares como cualquier otro tribunal.

Si unos mismos asuntos son resueltos con criterios diversos, como es habitual que suceda, la igualdad ante la ley deviene en simple utopía. Resulta inexplicable para el ciudadano común y para los justiciables, en general, que el cómputo de un plazo de prescripción, la noción de un buen padre de familia o los criterios para definir la responsabilidad médica puedan ser diferentes e incluso contradictorios según sea el tribunal de la nación ante el que se litigue.

Así como el Legislativo tiene un deber de coherencia en la generación de normas infraconstitucionales, así también lo tiene el sistema jurisdiccional al interpretar y aplicar esas normas. En este último caso, y dado que el máximo y final garante de esa coherencia es la Corte Suprema por su ubicación en la cúspide del sistema jurisdiccional, surge imperativa la necesidad de poner el acento en la definición de su verdadero rol funcional, como se pretende por medio del recurso extraordinario.

Con base en el cambio propuesto, cualquier ciudadano podrá acceder a la Corte Suprema por medio del recurso extraordinario, justificando que la vulneración del derecho en su caso particular interesa, además, a la sociedad toda; en tanto, a partir del mismo, surge la necesidad de homologar criterios disímiles o de crear precedentes jurisprudenciales de interés general.

La Corte Suprema seleccionará libremente los asuntos que se le presenten, calificando la efectividad de esa vulneración y discernirá asimismo si el caso presenta un interés general. Tal mecanismo de selección no busca aliviar, como sostienen algunos, la gran carga de asuntos que hoy día conoce esa magistratura, sino que posibilitar un ejercicio positivo y razonado de la jurisdicción, en tanto y como lo enseña la experiencia, un acceso indiscriminado de todos los asuntos genera una dispersión de criterios que hace perder la mirada uniformadora.

Tampoco se trata de minar el poder jurídico y político de la Corte Suprema, como algunos han sostenido, sino exactamente al contrario, de fortalecerlo y de prestigiar su función, pues si con base en este instrumento esa alta autoridad fija criterios constantes y de general aplicación para todos los ciudadanos y autoridades públicas, su poder y su relevancia específicos en la sociedad se verán legítimamente incrementados.

Finalmente, quienes vean en este cambio un cercenamiento del derecho individual de acceso a la casación para la solución del caso específico, tienen razón, pero es un sacrificio que, como lo indican las estadísticas, se impondrá a un número ínfimo de justiciables, pues el 99,7% de los asuntos civiles se debate en las dos instancias y no llega a la Corte Suprema. No resulta sostenible, entonces, la defensa de ese derecho para unos pocos, en circunstancias de que están en juego valores y necesidades jurídicas que interesan a todos los ciudadanos. El verdadero dilema es, por lo tanto, el de elección entre la defensa de los intereses individuales o la del bien común, y es claro que el proyecto opta por este último.