Por: Carlos Ciappa, Profesor del departamento de Derecho Público UC.
Hace algunos días nos dejó Luis Simón Figueroa del Río. Luis Simón lo llamaban sus amigos; don Luis Simón aquellos que veíamos en él a un referente. Fue alumno de nuestra Facultad entre los años 1959 y 1963, y tuvo un impecable ejercicio profesional tanto en el mundo público como privado, llegando a ocupar, entre otros cargos, el de Subsecretario de Bienes Nacionales, Subsecretario de Agricultura, Subsecretario de interior, Ministro de Odeplán, Embajador ante la Unesco, consultor internacional para el Banco Interamericano del Desarrollo y árbitro y mediador en el Centro de Arbitraje y Mediación de la Cámara de Comercio de Santiago.
Su exitosa carrera profesional fue fruto de una singular agudeza intelectual, capaz de explicar en forma sencilla conceptos jurídicos complejos, haciéndolos asibles para otras profesiones con las que convivía a diario, convirtiendo el derecho en una herramienta viva, cercana y utilísima en las organizaciones a las que apoyó con sus conocimientos y su inteligencia.
Como le oí decir a un ingeniero, Luis Simón hablaba en limpio. Esa era la impresión que dejaba al escucharlo, su elocuencia y su razonamiento impecable, obligaba la concordancia; con el afán de discurrir -como él decía – sobre aquellos hechos y conceptos que resolvían el asunto, siempre en defensa de la libertad.
Gozador de las cosas sencillas, la buena lectura y la belleza que el Creador puso a su alrededor, no se cansaba de observar, cada primavera, el Jacarandá florido del patio de la Merced, a vista desde su oficina. Su inteligencia y calidad humana se apreciaba también en su buen humor. En confianza, no perdía la oportunidad de arrancar sonrisas con su voz ronca y algún comentario perspicaz de los que fui objeto en más de una ocasión.
Mi mejor anécdota con don Luis Simón ocurrió cuando, con pocos meses de vida profesional, mi jefe de la época decidió irse de vacaciones dejándome a cargo de presentar sendos recursos administrativos con dos instrucciones: “no toques el texto” y “ante cualquier duda, pregúntale a Luis Simón”. El pánico me embargó cuando el gerente general de la compañía me dijo que tenía “algunos comentarios” al texto de los recursos. Acatando la segunda instrucción - y tratando a toda costa de cumplir la primera para no perder mi trabajo -, fui a la oficina de don Luis Simón, la misma del Jacarandá, y expliqué mis angustias. Se sonrió, me miró compasivo y me respondió: “Carlos, esto es sencillísimo. Tu vuelves a tu oficina, cierras la puerta, pones la 5ª Sinfonía de Beethoven y atiendes cada uno de los comentarios…, es de la esencia que lo hagas escuchando la 5ª Sinfonía”. La respuesta me dejó algo descolocado al principio, pero hice lo indicado y, a pesar que parte del texto cambió, mantuve mi trabajo por varios años.
Siempre me he sentido afortunado por la oportunidad de compartir con grandes profesionales que la Providencia ha puesto en mi camino, don Luis Simón fue sin duda uno de los más importantes; por lejos el abogado que más ha influido en mi vida profesional y de quien recibí la pasión por las aguas. Sé, con certeza, que somos varios quienes sentimos de esta manera.
Su partida nos deja tristes, que duda cabe. Queda también la nostalgia por esas buenas y razonadas conversaciones, pero al recordarlo se esboza una sonrisa y se gana coraje para, con el Derecho, intentar defender la libertad como él lo hizo.