Daniela Rivera, Directora del Centro de Derecho y Gestión de Aguas UC.
En el último tiempo, el agua se ha transformado en uno de los principales temas de la agenda nacional. Ha acaparado la atención de todos los medios de comunicación social, y prácticamente a diario aparecen nuevas informaciones que dan cuenta de una situación bastante apocalíptica: Chile se está secando. La sequía ha sido, entonces, la razón que ha puesto al agua como prioridad. En este contexto, varios actores, del mundo político, social, empresarial, académico y otros, han formulado sus análisis y algunas ideas o propuestas de solución para el complejo escenario que enfrentamos. No es fácil definir las mejores estrategias para un asunto de esta índole, sobre todo porque, en nuestro caso, la mencionada sequía viene manifestándose desde hace años en una parte importante del territorio. No se trata, por tanto, de una cuestión nueva o que está recién gestándose, por lo que estamos llegando atrasados a hacernos cargo de una problemática evidente, lo que hace presumir que sus efectos no serán erradicados o mitigados rápidamente.
Estamos frente a una temática que requiere el consenso y la actuación coordinada y eficiente de varios sectores y actores, y el Derecho tiene un relevante rol que cumplir en este ámbito: proporcionar reglas claras, objetivas y técnicas no sólo para la sequía, sino que, sistémicamente, para la administración, gestión, protección y aprovechamiento del agua. Ello representa un gran desafío, pues, en buena medida, las acciones que el agua hoy demanda y exige no responden a los esquemas tradicionales (un tanto rígidos y de difícil renovación) con que opera generalmente la legislación. En este sentido, y sin intentar identificar todas las aristas involucradas, puede señalarse que, entre los elementos que deben considerarse en la construcción de un modelo jurídico regulatorio para el agua (incluyendo a la sequía), se encuentran los siguientes:
1. Abandonar el prisma de la emergencia para abordar la sequía. Es clave dejar de entender a la sequía como una cuestión extraordinaria o excepcional. Varios estudios han constatado una serie de indicadores que demuestran que la escasez de agua se está produciendo en Chile desde hace unos diez años atrás, a lo menos. Quizás la magnitud del episodio actual sea más amplia, grave e intensa, pero no podemos seguir hablando de una “emergencia”. Actuar bajo la óptica de la “emergencia” es totalmente desajustado e inadecuado para una cuestión que ya es parte de nuestra realidad, que se ha instalado y extendido profusamente en nuestro territorio, por lo que debemos asumirla de ese modo.
Las emergencias suelen enfrentarse con medidas reactivas y paliativas que se definen ante un fenómeno anormal, poco usual, que se escapa de los estándares habituales; ciertamente, la sequía ya no es eso. Y la visión y tratamiento de la sequía por parte de nuestra legislación de aguas vigente, y de nuestro sistema jurídico en su conjunto en este campo, es precisamente de esa índole. En medio de un entramado de reglas muy escuetas, la principal herramienta que el Código de Aguas contempla ante estas circunstancias es la declaración de zonas de escasez. ¿Y qué significa ello? Básicamente, es una reacción ante un conjunto de condiciones que, en virtud de criterios definidos por una resolución de la Dirección General de Aguas, determinan que estamos ante una “extraordinaria sequía”. Lo anterior se traduce en una flexibilización de las reglas que rigen en períodos de normalidad hídrica, producto de lo cual la mencionada Dirección General de Aguas, por ejemplo, debe encargarse de la distribución de las aguas en aquellas fuentes en que los titulares de derechos de aprovechamiento no hayan logrado un acuerdo sobre la forma de reparto de los exiguos caudales existentes; y, esta misma autoridad queda habilitada para autorizar extracciones de aguas superficiales o subterráneas sin necesidad de constituir derechos de aprovechamiento y sin el deber de respetar el caudal ecológico mínimo. Como puede apreciarse, todo ello responde a la lógica de una emergencia, permitiendo acciones que de otro modo no podrían ejecutarse legalmente.
Se requiere un cambio de paradigma en este punto. Si seguimos tratando a la sequía como un fenómeno extraordinario, al cual se hace frente sólo con medidas reactivas (sin incluir una nota relevante de prevención), seguiremos en presencia de un ordenamiento jurídico incapaz de proporcionar lineamientos efectivos en relación a este tema. Ahora bien, abandonar la óptica de la emergencia no implica quitarle el sentido de urgencia que el tratamiento de la sequía requiere, pero necesariamente la perspectiva o forma de enfrentarla debe variar y ajustarse a la normalidad que este fenómeno ha adquirido en gran parte del país.
2. Actuar en el marco de una planificación hídrica. Si bien Chile ha sido prolífico en la elaboración de planes y estrategias en materia de aguas, no hay una institucionalidad ni un modelo o sistema que conlleve la preparación e implementación de un plan nacional de aguas, con medidas efectivas, vinculantes y con instancias de monitoreo y constante evaluación y mejora de las acciones emprendidas. Y todos sabemos qué sucede cuando comienzan a gestarse acciones dispersas, sin una planificación matriz.
En lo referente a la sequía, es positivo que estén surgiendo iniciativas y compromisos de fondos públicos para enfrentarla; en esa línea, se ha hablado de construcción de embalses, recarga de acuíferos, desalinización, constitución de mesas de trabajo a nivel nacional y regional, entre otras. Sin embargo, si todo ello no es pensado ni materializado en el marco de una planificación hídrica sistémica y global, seguiremos en la ya conocida práctica de proponer sólo medidas transitorias para enfrentar problemas estructurales. No podemos seguir abordando cada fenómeno asociado al agua (hoy es la sequía, pero más adelante podrían ser inundaciones, aluviones u otros) de manera aislada y desconectada, y sin una directriz unificadora.
En este sentido, el diseño e implementación de un modelo de planificación hídrica, que se manifieste en un plan de aguas coordinado a nivel nacional, pero que se elabore conforme a las particularidades de cada cuenca hidrográfica, dejando un espacio de actuación y gestión a esas unidades, tiene también un sentido de urgencia. Esa planificación, que ha estado ausente en materia de aguas en Chile, tendría que responder a un esquema transparente, policéntrico, y participativo, con intervención de todos los actores involucrados (lo cual no se restringe a los titulares de derechos de aprovechamiento de aguas). Asimismo, debería incluir medidas de corto, mediano y largo plazo, de modo de ir identificando y tratando gradualmente, con una perspectiva adaptativa (es decir, con un enfoque de resiliencia y prevención), los desafíos y prioridades que surjan, en el marco de una hoja de ruta clara, consensuada y legitimada.
3. Abrir espacio a la flexibilidad y a modelos adaptativos. Es necesario que el ordenamiento jurídico genere espacios a la innovación, posibilitando la introducción de nuevas herramientas para enfrentar los desafíos hídricos que se presentan con cada vez mayor frecuencia (ya sea por falta o abundancia de agua).
Si continuamos bajo el paraguas de modelos jurídico-regulatorios rígidos, estamos condenados al fracaso. Debemos ser capaces de producir cuerpos jurídicos que establezcan reglas robustas, pero con un ingrediente importante de flexibilidad, para permitir efectuar los ajustes que vayan requiriendo las diversas circunstancias y condiciones relativas al agua, las cuales, por su naturaleza, no son fijas o inmóviles, sino que están cambiando constantemente. He aquí, sin lugar a dudas, uno de los principales retos para el Derecho, y, en particular, para la legislación y normativa.
En principio podría pensarse que la flexibilidad atenta contra uno de los pilares y aportes centrales del Derecho: la seguridad y certeza jurídica; pero precisamente en ello, en la definición de una fórmula o modelo que salve esa aprehensión, radica la contribución sustancial de nuestra disciplina en lo relativo a las aguas. No hay panaceas o un modelo universalmente aceptado y exitoso para ello; tenemos que construir nuestro modelo adaptativo de regulación y gestión de aguas, el cual, por supuesto que tendrá que considerar a la sequía, nuestra preocupación contemporánea, pero sin encasillarse sólo en ella. Mañana podremos tener otro foco de urgencia hídrica, y nuestro éxito como país dependerá de la capacidad que tengamos de adaptarnos rápidamente a esos nuevos desafíos, ir aprendiendo lecciones y formulando los cambios necesarios. Y en ese cometido la legislación, y el sistema jurídico en su conjunto, puede ser un instrumento que potencie y facilite esa capacidad adaptativa o un obstáculo permanente. Elijamos la primera alternativa, y hagámoslo pronto.