El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia actual 158x158

Vivimos por estos días inmersos en un extravío -en parte intelectual, en parte técnico- que aqueja el proceso constitucional 2023: por un lado, no hemos sido capaces de precisar qué entendemos exactamente por una Constitución de consenso, como tampoco, por el otro, generar un consenso mínimo acerca de la idea de constitución, su sentido y alcance, y limitaciones. No pretendo zanjar ninguno de estos debates, claro está, sólo orientar reflexiones que nos permitan pensar acerca de este problema.  

Es cierto que los procesos constituyentes tienen una importante dimensión transaccional. Es el ethos de la política. El “acuerdo político” subyacente al Anteproyecto de la Comisión Experta es un buen ejemplo y es valioso, más allá de los evidentes déficits técnicos de la propuesta. Con todo, los acuerdos puramente transaccionales son frágiles (de ello también da cuenta la posición en la que está quedando el Anteproyecto). Frente a esta visión transaccional, se opone como ideal normativo, la idea del consenso.

La idea de una Constitución de consenso supone la de un pacto político fundamental que se plasma en un pacto constitucional. Es la búsqueda sincera de un acuerdo acerca de lo básico, de los esenciales constitucionales, de un consenso superpuesto o traslapado constitucionalizado, a la Rawls. El acuerdo puramente transaccional descansa en ganancias (y perdidas), el consenso supone la construcción de lo común.  

Con todo, el consenso supone dos dimensiones. Por un lado, como hemos advertido recién, la búsqueda de las reglas (instituciones, principios, derechos, etc.) mínimas de convivencia democrática; y, por el otro, el tipo de decisión, en lo procedimental, que promueve y honra lo primero.

En los últimos años, autores como Negretto (2020) o Horowitz (2021) han buscado orientar este debate desde diversas perspectivas, sobre la base del estudio de procesos constituyentes comparados, y ofreciendo evidencia que trata de mostrar las ventajas y directrices específicas de cómo lograr procesos constituyentes que sean inclusivos y exitosos en la búsqueda de lo primero (un pacto constitucional) y entendiendo la relevancia de lo segundo (el consenso como regla de decisión).

Por ejemplo, para Horowitz, la primera dimensión de consenso se vincula a la estructura esencial de la comunidad política, buscando generar un set de instituciones políticas que promuevan una democracia estable y reduzcan el conflicto, acordando las reglas que aseguren la convivencia político-democrática y eviten la dominación de un grupo sobre otros (especialmente minoritarios en casos de sociedades divididas), lo que permite aumentar la base de legitimidad social del pacto político.

La segunda dimensión, el consenso como regla de decisión, requiere inclusión y pluralismo, esto es, un diseño que promueva los acuerdos y minimice, o delimite, los ámbitos de negociación transaccional de intereses entre las diversas facciones. Alexander Bickel tenía profunda razón cuando dedicó sus últimas energías antes de morir a terminar su “La moralidad del consenso”(1975). Porque la inclusión, persuasión y deliberación que están a la base del consenso permiten construir acuerdos sustentables y permanentes en el tiempo, incluso proveen valiosos elementos que se transformen en intergeneracionales. Por el contrario, las transacciones y votaciones estrechas en temas controversiales y divisivos suelen generar claros ganadores y perdedores, y si los perdedores creen que al final del proceso han perdido excesiva e injustamente, su lealtad con el proceso se puede transformar más temprano que tarde en desafección y revisión de lo acordado.

De manera concreta, si en el plebiscito de salida la opción “a favor” triunfara 53%-47%, y ello a la base de una constitución partisana o impuesta de una mayoría a la minoría, estaremos ante una constitución auto-derrotada, que nace muerta en su legitimidad sociológica y moral, a la Fallon (2005). Por lo demás, dado que las encuestas recientes dan cuenta que la única manera segura en que triunfe el “a favor” importa garantizar la estabilidad de la futura constitución, un indicador adecuado para lograrlo no es otro que conseguir una aprobación del texto superior al 60%. Estabilidad puede leerse en este sentido como amplitud, inclusión y transversalidad.

Un segundo desafío, dice relación con la pérdida de consenso acerca de la idea misma de constitución, su sentido y alcance, y por supuesto, sus limitaciones. El extravío en esta materia tiene varias dimensiones. Quiero simplemente detenerme en dos.

Por un lado, lo que en el debate público suele denominarse “maximalismo”. Como lo he planteado en este foro en una columna anterior, la extensión del texto propuesto por la Comisión Experta (45.000 palabras) y que las comisiones del Consejo Constitucional profundizaron (sobre 53.000), alcanzando las de la propuesta rechazada de la Convención Constitucional (52.700), da cuenta de que sigue presente entre nosotros un modelo latinoamericano de constitucionalismo, un ideal regulativo, de, por un lado, plasmar sueños e ideas en textos constitucionales, y, por el otro, un desarrollo pormenorizado de los programas económicos, sociales e institucionales favoritos de las mayorías de turno (en 2022, las izquierdas, en 2023 las derechas), usando para ello la técnica de la rigidez constitucional, optando por una constitución de detalle (una versión reciente de esta idea puede verse en Ferreres Comella, 2021, 3ed.) o una constitución programa (un excelente desarrollo se encuentra en De Otto, 1987), con un programa único, con poco margen de maniobra, para ser implementado por el legislador (a esto se le llama en el debate público, una “Constitución partisana). Lo grave de todo esto es que bajo un modelo de constitución como norma jurídica, suprema y con eficacia directa, rígida, por cierto, ella opera como parámetro de constitucionalidad de la legislación, para garantizar que no se traspasen los límites predefinidos por ella (en el debate público esto se asocia con zanjar en la constitución distintos debates de políticas públicas específicas que se están dando hoy como la reforma previsional, de salud-Isapres o la tributaria, volviendo algunas de las propuestas en juego inconstitucionales).

En el debate público se usa la expresión maximalismo de manera peyorativa, claro está. Ocurrió en 2022, ocurre hoy. En términos normativos, con todo, se opone al minimalismo constitucional (ver mi paper García, 2014). En el constitucionalismo progresista, este maximalismo, se asocia al constitucionalismo transformador, y otros desarrollos teóricos afines, aunque con diferencias (como desarrolla Coddou, 2021), de gran impacto en el constitucionalismo latinoamericano contemporáneo, y que estuvo a la base de algunos planteamientos de la propuesta constitucional de la Convención. Más difícil resulta entender el ideal regulativo que subyace al “maximalismo conservador” del proceso constitucional 2023. He intentado explicar en otra columna por qué podría explicarse (la “inflación orgánica”, principalmente de autonomías constitucionales, derivada de la desaparición o “reconversión” de las leyes orgánicas constitucionales). Desde el punto de vista normativo, se ha asociado esta posición a un “constitucionalismo del miedo” (Cristi y Ruiz-Tagle, 2014). Una auténtica posición conservadora, a mi juicio, basada en la mejor tradición constitucional chilena, es la que ha expuesto entre nosotros, el profesor y comisionado experto, Jaime Arancibia, quien ha sido, por lo demás, un crítico público del maximalismo del texto que surge del actual proceso (su texto descargable acá). O en la interpretación de nuestra tradición constitucional como una evolución, gradualista, burkeana, que ofrece el profesor (no conservador) Juan Luis Ossa (2020).

Por otro lado, un segundo problema acerca de la falta de consenso sobre lo que son y hacen las constituciones, se relaciona con una manera un poco tosca y desactualizada de entender la Constitución y su mecánica. Parece primar en algunos sectores de la Comisión Experta y el Consejo Constitucional, una lectura poco sofisticada del constitucionalismo negativo, como equivalente a garantizar un “gobierno limitado” entendido como Estado mínimo y estático. Por el contrario, el constitucionalismo negativo, en su mejor luz, es una idea asociada a evitar el abuso y uso arbitrario del poder político, y supone arreglos institucionales que equilibran y contrapesan el poder.

Con todo, los valores del constitucionalismo negativo han evolucionado y actualizado a los nuevos desafíos de la gobernanza y la democracia constitucional. Lecturas más sofisticadas, como la de N. Barber (2018) (un conservador) promueven un constitucionalismo positivo, que potencia la cooperación de los poderes estatales en la consecución de su fin, el bien común y garantizar la dignidad humana (que en nuestro país es una idea conservadora y social cristiana, asociada al constitucionalismo de la Universidad Católica), o en la de Waldron (2016) (un liberal), que reflexiona sobre pilares de las constituciones modernas como el Estado de Derecho y la separación de poderes/funciones, sobre la base de un modelo de gobernanza que promueva los valores del Estado de Derecho.

Madison, Hamilton, y Jay, en El Federalista, junto con entender en profundidad los desafíos de “construir” una república extensa, entendiendo a fondo la naturaleza humana en interacción con el poder político, el problema de las facciones en la búsqueda del interés común, y el que se requieran una serie de arreglos institucionales para prevenir el uso arbitrario o abuso del poder (dado que no nos gobiernan ángeles, El Federalista N° 51), hayan entendido con claridad que las constituciones antes que nada institucionalizan y habilitan el poder político (Hobbes y Weber, explicarán por qué ello es necesario para garantizar la seguridad, y la necesidad de que el Estado tenga el monopolio legítimo de la coacción), para luego, e inmediatamente, limitarlo. Es fundamental entender este equilibrio y los arreglos institucionales que potencian que una constitución sea eficaz en cumplir sus objetivos (todos ellos).

Y es que las constituciones no son un “pacto suicida”, en la feliz expresión de Richard Posner.  

Más allá de las encuestas que, invariablemente muestran un (lamentable) camino al fracaso en diciembre, hemos extraviado el rumbo en un sentido más profundo: la necesidad de una constitución de consenso, lo que supone decidir por consenso, y un esfuerzo por consensuar la idea misma de constitución, su sentido y alcance, y sus límites.

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