El Decano Gabriel Bocksang se refirió en El Mercurio al incendio y vandalismo que sufrió la Parroquia de la Asunción el pasado 18 de octubre de 2020. Este ataque, aseguró, y los demás actos de barbarie de los que el país ha sido víctima, representan una violenta hostilidad cultural a las bases sobre las que Chile se ha construido y se sigue construyendo. Mucho más allá de lo meramente material, es un ataque al alma de la nación, a nuestra historia, a nuestras raíces, a nuestras familias, y a nuestra vida en común.

La imagen de la torre de la iglesia La Asunción envuelta en llamas y rodeada por el incomprensible frenesí festivo de una turba será quizás la más recordada del 18 de octubre de 2020. Luego de lo sucedido, se ha lamentado la pérdida patrimonial, tanto del edificio como de los tesoros artísticos que aún el templo custodiaba. No cabe ninguna duda de que dicho menoscabo es inmenso y, en algunos aspectos, irreparable. Sin embargo, ceñir la interpretación de lo sucedido solamente a lo anterior es no entender el verdadero significado de este ataque y de los demás actos de barbarie destructora de que Chile ha sido víctima en los últimos tiempos.

Frente a estos abominables hechos, nuestro país se ha concentrado principalmente en avaluar y procurar reparar lo cuantificable: entre otros aspectos, la pérdida económica, la destrucción de infraestructura, y la inutilización de áreas más o menos extensas de distintas ciudades. ¡Con justa razón se ha hecho! Pero no es posible circunscribir el significado de todas estas desgracias a un cómputo meramente material. Porque, en realidad, el trasfondo que las une es de naturaleza espiritual.

Desde esta perspectiva, la lectura más evidente en el incendio de la iglesia La Asunción consiste en constatar una embestida en contra de lo sagrado, de la posibilidad del encuentro con Dios y de la visibilidad pública de los vínculos religiosos, que no solo atenta contra los fieles católicos, sino que compromete a los creyentes de cualquier confesión.

Pero hay más. Si se tiene presente que el catolicismo ha sido por siglos la religión mayoritaria de los chilenos, y que Occidente es una civilización judeocristiana-grecorromana, el ataque a la iglesia La Asunción representa una violenta hostilidad cultural a las bases sobre las que Chile se ha construido, y se sigue construyendo, con el esfuerzo de muchas generaciones.

Como si lo anterior fuera poco, la perspectiva jurídica ofrece otro contraste escandaloso. La libertad de las conciencias, sin la cual no puede construirse una sociedad genuinamente libre, aparece ultrajada en momentos cruciales para una reflexión constitucional que debiera ser serena y profunda.

Hay, como se ve, una agresión barbárica en contra de los fundamentos espirituales de nuestro país, lo que el cardenal Silva Henríquez denominaba 'el alma de Chile'. ¡Y otro tanto podría sostenerse en relación con otros episodios! ¿O acaso el desprecio de la figura del general Baquedano no es también el desprecio a nuestra historia? ¿Y el asalto a la Mutual de Seguridad no es el desdén por la iniciativa privada en beneficio del bien común? ¿Y qué decir de los ataques a dependencias estatales y servidores públicos, embestidas que aparecen como la negación del Estado de Derecho? Y el atropello de la tranquilidad pública de los habitantes de Chile, en sus ciudades, en sus barrios, en las vías públicas y hasta en sus casas, ¿no muestra la repulsión por la sana convivencia de la sociedad civil?

No; esto no es solo el ataque a un vitral o a una estatua. Es mucho más. Es un ataque al alma de la nación, a nuestra historia, a nuestras raíces, a nuestras familias, y a nuestra vida en común.

Basta ya de destrucción. De destrucción material, ciertamente; pero basta también de destrucción espiritual. Y basta de indiferencia y de interpretaciones acomodaticias respecto de esta violencia. Solo así desaparecerá el manto del crepúsculo y podrá surgir una verdadera promesa de esperanza para Chile.

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