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Después de 11 años la reforma al Código de Aguas está próxima a ver la luz. Los cambios son buenos: confirma la calidad de bien nacional de uso público de las aguas, otorga mayores facultades de gestión a la Dirección General de Aguas (si es necesario, ahora podrá suspender la extracción de aguas e incluso distribuirla en forma alícuota), establece usos preferentes como los de conservación ambiental y el de uso humano, corrige imperfecciones en el cobro de patentes por no uso e, incluso, con la reforma ahora es posible que los derechos de aguas se extingan si es que no se usan. Todos cambios necesarios y esperados. El problema no es el qué sino el cuándo.

En 11 años se secó la laguna Aculeo y la Corte Suprema estableció la obligación a algunas municipalidades de suministrar agua potable a comunidades en donde el uso agrícola del agua secó los pozos de las cooperativas de agua potable rural. En estos 11 años hemos tenido los años más secos desde que se tienen registros. En estos 11 años hubo un estallido social en donde el agua fue una de las demandas más populares. Dentro de estos 11 años se inició un proceso constituyente en que uno de sus ejes es el tema del agua y la protección del medio ambiente. La incógnita que nace es si la nueva Constitución va a estar en sintonía con la reforma al Código de Aguas, ya que siempre es más fácil ajustar una ley a la Constitución que a la inversa.

La demora de la reforma al Código de Aguas no es novedosa. Podemos ver otros ejemplos de retrasos legislativos en otros proyectos de ley asociados a temas ambientales, como el de desaladoras, la de cambio climático, la de los delitos ambientales o la ley de glaciares, todas iniciativas que se mantienen en un largo letargo legislativo.

El problema no es solo la falta de una regulación oportuna para proteger el medio ambiente y dar certeza a la inversión, sino que la lentitud de estos procesos legislativos no es sinónimo de calidad en la normativa. En efecto, los geológicos tiempos de la génesis legal hace que tanto los impulsores de las iniciativas como aquellos actores fácticos que quieren influenciar sobre ella o los asesores técnicos que buscan apoyar desde la perspectiva más científica pierdan entusiasmo en cada proyecto de ley. Se genera un efecto “glaciación” en la creación de la ley que suspende su análisis y congela su interés. Esta siesta normativa solo se termina cuando suceden eventos que la hacen despertar bruscamente y no necesariamente de la mejor forma. Se pierde, por lo tanto, la continuidad de la discusión para después terminar apresuradamente el proceso, a veces de manera intempestiva. Tal vez, como un mal sueño.

Para la regulación de los recursos naturales y el medio ambiente, cuyo objeto es tan sensible para su protección como para un desarrollo sostenible, es necesario tener plataformas permanentes en donde se reúnan técnicos y políticos y se mantenga un ritmo normativo con objetivos claros. Y siempre recordar, como dijo Séneca, que “no llega antes el que va más rápido, sino el que sabe a dónde va”.