Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158

A pocos meses de la sesión inaugural (de instalación) de la Convención Constitucional, debemos comenzar a transitar en materia de propuestas de contenido de la nueva Constitución, desde planteamientos genéricos hacia aspectos específicos en torno a los temas que se han instalado como centrales (y que también pueden ser vistos como nudos críticos). En lo orgánico, la definición en torno al régimen político –afortunadamente desde una mirada integral, considerando el sistema electoral parlamentario, el estatuto de los partidos políticos, mecanismos de participación ciudadana, entre otros-; el modelo de justicia constitucional; y la forma jurídica de Estado (distribución territorial del poder). En lo dogmático, el modelo político de Estado (subsidiario, social, democrático); el estatuto constitucional de los pueblos indígenas; los derechos sociales; el estatuto del Estado Empresario (y en términos más amplios del Estado en la economía) y el estatuto constitucional de los recursos naturales.

Bajo este contexto, quisiera ofrecer dos ejemplos en este ámbito; régimen político y derechos sociales. Creo permitirán ilustrar la transición a la que me refiero. Ello importa, además, incorporar de manera creciente la dimensión técnica del debate.

En materia de régimen político, se han instalado dos grandes modelos genéricos: reformar el presidencialismo o pasar a un modelo semi-presidencial. En ambos casos, sus proponentes, han tenido la lucidez suficiente para considerar la cultura y práctica política (y ser persuadidos que diseños institucionales pueden impactar positivamente dichos ámbitos cuando se introducen reformas incrementales), y el que, la importación pura y simple, de “manual”, de modelos comparados, debe ser abandonada por lo híbrido, con pragmatismo. Por una parte, propuestas de reforma presidencialistas específicas encontramos en (i) el presidencialismo moderado (que incluye, por ejemplo, el desarrollo de la actual figura del ministro coordinador del artículo 33 inc. 3 de la Constitución o el retorno a la Carta de 1925); (ii) el presidencialismo parlamentarizado; y (iii) el presidencialismo de coalición. Por otra parte, las principales propuestas semi-presidencialistas, tienden a distinguirse entre sí por el rol (y atribuciones) que asignan al Presidente de la República o al esquema bicameral.

Así, por ejemplo, junto al problema central del presidencialismo en torno al bloqueo Presidente-Congreso, y a la naturaleza de juego de suma cero en términos de distribución de premios y recursos políticos, algunas de las propuestas anteriores han profundizado en soluciones sofisticadas, por ejemplo, con la participación del Congreso en la definición del candidato de segunda vuelta presidencial (con un esquema diferente al de la Carta de 1925), o con sistema de desbloqueo que genera contrapesos entre un Presidente dispuesto a disolver al Congreso, y la posibilidad que el nuevo Congreso, si es contrario, lo censure. Con todo, llama la atención que los “presidencialistas” no estén pensando el problema del “gabinete” como institución, y de manera más específica, fortalecer su capacidad de deliberación colectiva y de representación política real de las fuerzas que componen la coalición (que es nuestro esquema de gobierno). En otros modelos presidenciales, ello ha llevado al desarrollo del Consejo de Ministros, con mayor o menor autonomía del Presidente del Consejo o el Jefe de Gabinete, respecto del Presidente de la República, o con diferentes grados de colegialidad. En consecuencia, estamos en un ámbito en que los presidencialistas están en deuda.

Por otra parte, los semi-presidencialistas deben sofisticar sus propuestas. Por ejemplo, una de las propuestas de articulado específico en esta materia, genera un mecanismo de designación del gobierno, centrado en el Primer Ministro, que requiere la confianza política de la Cámara de Diputados y el Senado. Se trata de una propuesta que no ha sido pensada en un esquema unicameral o de bicameralismo imperfecto (un senado con atribuciones legislativas bajas, de revisión, y cuyo rol está centrado en la representación territorial), pero que, además, lleva implícita su auto derrota, si el bloqueo se traslada a una disputa entre cámaras. Asimismo, si bien se han desarrollado con bastante claridad, aunque en grados diferentes dependiendo de la propuesta, las potestades del Presidente y del Primer Ministro, estas han sido menos específicas respecto de aspectos relevantes del diseño de designación del Primer Ministro y del gobierno (gabinete): ¿quién gatilla el proceso de designación, el Presidente o la Cámara de Diputados?¿se elige al Primer Ministro y al gabinete en un solo acto, en actos separados?¿cuál es el quórum de decisión para la investidura de uno/ambos, mayoría simple, absoluta, negativa? Lo mismo podemos decir acerca del diseño de la potestad de disolución del Presidente de la Cámara de Diputados (o el Congreso), su naturaleza simple o calificada (constructiva), oportunidad y número de ellas (anual, una en el periodo, periodo restringido), entre otros.

En segundo lugar, en materia de derechos sociales, se ha reflexionado extensamente sobre su naturaleza como derecho fundamental (dejándose atrás la tesis de la mera aspiración social), su interdependencia con los derechos civiles y políticos, o la importancia de una definición en torno al rol, jerarquía e incorporación de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos. También, por supuesto, en torno a su implementación/ exigibilidad, en la que, afortunadamente comienzan a competir diferentes modelos, varios de ellos a la luz de desarrollos del derecho comparado: justiciabilidad (sobre la base del recurso de protección chileno o el de amparo en Colombia); mandatos o directrices al Estado/legislador, sea como metas u obligaciones de solidaridad (Alemania), objetivos sociales (Suiza), objetivos de política económica y social (España) o directivas (Irlanda); modelos mixtos que combinan mandatos al legislador con revisión judicial (inspirados en las experiencias de constitucionalismo débil de la Commonwealth).  

Sin embargo, a la hora de las propuestas, los esbozos más o menos específicos o de articulado muestran que seguimos incurriendo en los déficits técnicos de la actual regulación en la Carta vigente en esta materia. Es paradójico que incluso la Carta de 1925 en su versión posterior al Estatuto de garantías, fuera técnicamente (tecnológicamente) superior. Así, debemos ser muy precisos en cuanto a la naturaleza jurídica de los derechos sociales como derechos fundamentales (derechos públicos subjetivos u otro); la identificación precisa del derecho (el bien o conjunto de bienes que se busca garantizar o proteger: “Derecho a la vivienda adecuada”, “Derecho a vivir en una vivienda adecuada”, “El Estado velará por el acceso la vivienda de todos sus habitantes”, etc.); la titularidad (categorías o status como los de persona, habitante o nacional, o titularidades específicas, por ejemplo, asociadas a los supuestos de hecho); el contenido esencial (el núcleo indisponible); los supuestos de hecho (identificando de manera precisa qué se garantiza a quienes, esto es, cualificadores internas del derecho que contribuyen a definir su ámbito de protección); los límites internos y externos; deberes o mandatos al Estado/legislador (respeto, promoción, protección, garantía/acceso, etc.); inconstitucionalidad por omisión; efecto horizontal; participación privada en su provisión y las condiciones para hacerlo (sustantivas, mediante la indicación de estándares y/o formal, entregada a la ley); los principios interpretativos relevantes (progresividad, obligación mínima y no regresividad), por nombrar los más relevantes. 

A lo anterior se suma la necesidad de sofisticar la arquitectura organizacional que sustenta los derechos sociales, estableciendo límites externos institucionales –ya no de los derechos propiamente tales en cuanto estructura normativa, sino de su exigibilidad-. De ahí la importancia de una cláusula general de responsabilidad fiscal o una específica acerca de que todo gasto ocasionado a propósito de un derecho social debe estar financiado, con cargo a alguna glosa presupuestaria, e incluso, establecer un límite máximo como porcentaje de la Ley de Presupuesto en el que se puede incurrir respecto de gastos no contemplados en la Ley de Presupuesto (por ejemplo, 2% adicional).

En fin, el tránsito desde lo genérico a lo específico, tiene muchas virtudes, y es hoy, una necesidad imperiosa. Pero, además, demuestra con nitidez, la necesaria dimensión técnica del debate respecto de cuestiones que, en muchos casos, están quedando atrapadas en el terreno de lo superficial, o incluso, en el plano de lo onírico.