El Mercurio

Enrique Alcalde 158z158

¿Hasta dónde estirar el elástico? Esa es la pregunta que —a estas alturas— cualquier gobierno debiera hacerse antes de implementar alzas de impuestos (o de impulsar reformas tributarias). Y digo ‘cualquier’ gobierno porque, en la práctica, todos aspiran a lo mismo: a recaudar la mayor cantidad de recursos posibles con el fin —naturalmente no confesado— de concentrar el máximo de poder. Es inevitable.

Porque aunque la discusión política tenga a veces el aspecto de un debate intelectual; de una confrontación de ideas acerca de cómo lograr tal o cual objetivo, lo cierto es que la discusión de los políticos versa, en realidad, sobre el poder. Cuánto gano y cuánto pierdo es lo que de verdad cuenta. Así las cosas, pedir que alcancen acuerdos no parece excesivo. Si lo que quieren es exactamente lo mismo (engordar las arcas fiscales), pueden hacerlo sin necesidad alguna de apelar al sentido patrio. Y la retórica de los ‘súper ricos’ o de la ‘clase media’, reservarla para oportunidades futuras.

Hasta dónde estirar el elástico es, por lo demás, una discusión que han tenido ya muchos economistas. La curva de Laffer, de hecho, da cuenta del problema: si la tasa impositiva de un Gobierno es 0, recauda lo mismo que si es del 100% (o sea, nada). Y existen casos concretos que confirman la tesis de que más impuestos no significan necesariamente mayor recaudación. En efecto, el aumento de los impuestos a productos importados que se realizó durante la Gran Depresión en EE.UU. redujo los ingresos que por este concepto recibía el Estado. Y la drástica disminución de los impuestos a los ricos que hizo Reagan en 1980, a su vez, la incrementó significativamente. Lo mismo parece estar ocurriendo, también, con la baja al impuesto corporativo impulsada recientemente por Trump.

El desafío consiste, entonces, en determinar cuál es exactamente el punto de inflexión. Se trata, por lo demás, de una discusión técnica; ajena a cuestiones más ideológicas como las relativas al tamaño o a las funciones propias del Estado, o incluso a controversias respecto de la existencia de un pretendido deber moral de redistribuir el ingreso. El problema es esencialmente técnico, insisto, y, por eso mismo, les incumbe principalmente a los economistas. Pero pienso que puede y debe ser incorporado a la discusión pública: si no como eje rector, al menos como aspecto a considerar. Salvo, claro está, que el afán de poder o el sentimiento de envidia (que sustenta la lógica de la lucha de clases) no dejen espacio alguno a la racionalidad.

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