La Tercera

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Con motivo del proceso de aprobación por parte del Senado de la ministra Gloria Ana Chevesich como integrante de la Corte Suprema, se han levantado voces que han cuestionado el proceso de designación de los ministros del máximo tribunal. Nuestra Constitución Política dispone que éstos son nombrados por el Presidente de la República, eligiéndolos de una nómina de cinco personas propuesta por la Corte Suprema, y con acuerdo de 2/3 del Senado.

Lo cierto es que en la gran mayoría de las democracias modernas el sistema de designación de jueces superiores involucra distintos poderes estatales. Ello radica en el fundamental principio de los frenos y contrapesos, el que constituye una garantía para las personas y evita que alguno de los poderes del Estado se exceda en sus facultades, disminuyendo la discrecionalidad y reforzando el estado de derecho.

¿Están acá las supuestas fallas del sistema? Quizás todo el diseño institucional de nuestro Poder Judicial es lo que en realidad debiéramos estar cuestionando, y no necesariamente el mecanismo de designación de los jueces supremos, ya que la carrera judicial misma está repleta de malos incentivos. Heredado de un modelo monárquico, la estructura piramidal jerárquica no tiene asidero en un órgano que tiene por objetivo resolver conflictos jurídicos. El juez es obligado a ascender en esta pirámide si es que quiere desarrollarse profesional y económicamente. Ello implica estar evaluado por los que revisan sus fallos, ya que ellos mismos determinarán su entrada y ascenso en la jerarquía. Esto ha contribuido a la formación de castas dentro del Poder Judicial lo que, si bien no es exclusivo de este poder del Estado, dificulta el objetivo de tener a los mejores dentro del Poder Judicial. Pero ello no es culpa ni de jueces ni de ministros.

Precisamente, quizás sea esta lógica de "carrera" judicial la que atenta mayormente para que tengamos una mejor justicia. Para quienes ejercemos la profesión, vemos día a día buenos jueces insertos dentro de un orden que no permite descartar a los no tan buenos. He aquí uno de los mayores factores de distorsión: la perpetuidad del cargo.

En efecto, si bien los jueces deben retirarse a los 75 años, son los únicos cargos públicos de alto nivel que permanecen ahí "durante su buen comportamiento". Todos los otros altos funcionarios están sujetos a un límite de tiempo en sus funciones: ministros del Tribunal Constitucional, nueve años; el Contralor, ocho años; Fiscal Nacional, ocho años; suma y sigue. El hecho que los jueces no tengan limitación en su cargo incentiva a disputas en su designación, ya que potencialmente podrán estar 30 años o más en la Corte Suprema, perpetuando la preferencia de quien designa mucho más allá de su período. Ello también es aplicable para Cortes de Apelaciones y los propios jueces de primera instancia.

Repensar un sistema estableciendo un límite de tiempo en la función jurisdiccional, no sólo sería más coherente con estándares democráticos, sino que también abriría las puertas a destacados abogados y jueces para que postulen (o repostulen) por cargos judiciales, erradicando la lógica de la "carrera" y reduciendo significativamente los potenciales conflictos institucionales a la hora de designarlos y mejorando la rendición de cuentas.

Rodrigo Delaveau Swett, abogado.

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