José Ignacio Escobar, profesor del departamento de Derecho Internacional UC.

Con profunda preocupación hemos observado la represión de manifestaciones contrarias al régimen de Nicolás Maduro, que podrían incluso llegar a ser constitutivas de Crímenes de Lesa Humanidad. Así también lo consideró Chile, cuando el 27 de septiembre de 2018, junto a Canadá, Argentina, Perú, Paraguay y Colombia, refirió el caso de Venezuela a la Corte Penal Internacional, utilizando un procedimiento contemplado en el artículo 14 del Estatuto de Roma. Esto generó la apertura de una investigación preliminar (todavía abierta) a cargo de la Fiscalía de dicho tribunal internacional.

Acertadamente en esa oportunidad, nuestra Cancillería no reparó en que tal acto pudiese afectar la cosa juzgada de los tribunales de Venezuela, ni atentar en contra de la soberanía de la República Bolivariana, porque la mera existencia de tribunales internacionales, supone que ellos son maestros de su propia competencia, y que en el ejercicio de sus atribuciones, pueden y deben actuar cuando los tribunales domésticos no han podido o no han querido obrar correcta y oportunamente, pudiendo incluso desconocer la cosa juzgada írrita o fraudulenta.

Lamentablemente, casi al mismo tiempo (Abril de 2019), en Chile sucedieron dos hechos de la más alta importancia en materia de derecho internacional, y que no guardan una debida correspondencia y armonía con la postura antes descrita.

En efecto, el mismo gobierno que remitió una investigación a la Corte Penal Internacional, en un ámbito análogo ha reclamado en contra del cumplimiento estricto de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Caso Lonkos), en cuanto nos ordena dejar sin efecto en todos sus extremos las sentencias condenatorias dictadas por tribunales locales, con infracción a diversos artículos del Pacto de San José.

El Ministerio de Interior, en audiencia pública celebrada el pasado 22 de abril, ante el Pleno de la Excma. Corte Suprema, alegó una vulneración a la soberanía jurisdiccional del Estado, y reclamó un uso abusivo de las atribuciones de la Corte Interamericana.

Y justo al día siguiente de tal despliegue argumental, apareció en los medios de comunicación una Declaración sobre el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, impulsada por nuestro país, y suscrita además por Brasil, Colombia, Paraguay y Argentina. Demás está destacar la casi coincidencia entre los países que remiten el caso a la CPI, y los que suscriben esta declaración.

Pero más allá de aquella particularidad, conviene mencionar al menos 3 aspectos de dicha Declaración que son a nuestro entender, de suma relevancia. A saber, un cambio de criterio en la comprensión de la política exterior como una política de Estado que trasciende a los gobiernos de turno. La segunda, consistente en la errada referencia al margen de apreciación. Y finalmente, el llamado a la proporcionalidad y el respeto de los ordenamientos constitucionales y jurídicos de los Estados a la hora de adjudicar reparaciones.

Sobre el primer aspecto, la atribución del artículo 32 N°15 de nuestra Constitución, ha sido tradicionalmente entendida como una prerrogativa que se ejerce con particular sobriedad, siempre procurando convocar el más alto consenso, por entenderse que las relaciones internacionales son permanentes, y trascienden a los gobiernos de turno. Así por ejemplo, se recuerda el amplio debate político que antecedió la votación de Chile en el Consejo de Seguridad de la intervención en Iraq luego de los atentados a las torres gemelas en Nueva York (2003), cuando a riesgo de enfrentarse a nuestro tradicional aliado, el gobierno de Ricardo Lagos rechazó la idea de una intervención, por no encontrarse acreditado mínimamente el argumento de la existencia de armas de destrucción masiva. O más recientemente, la crítica transversal que se hacía al Presidente Evo Morales, por pretender hacer política interna con un conflicto internacional.

Esta Declaración quiebra esta saludable práctica, primero por haber sido elaborada y promovida de forma absolutamente opaca, y a espaldas del debate público. Inmediatas fueron las reacciones de los miembros de las comisiones de relaciones exteriores de ambas cámaras, reclamando ignorancia respecto de ellas. Pero además, su contenido es incongruente con la tradición de defensa y promoción de los derechos fundamentales, comprometiéndose de tal forma el prestigio de nuestra nación en ese aspecto.
En segundo lugar, la Declaración formula dos aseveraciones cuestionables. Primero una apelación a que se permita a los propios sistemas jurisdiccionales resolver la “situación”, antes de verse sometidos a una instancia internacional. Y luego, una referencia al margen de apreciación que se debe a las autoridades domésticas. La primera, refleja una ignorancia de la regla del agotamiento racional de los recursos de jurisdicción interna, que es piedra angular del sistema. De hecho, por diseño, el sistema regional de protección supone que es el Estado el primer convocado a resolver los atropellos a los derechos fundamentales ocurridos dentro de sus fronteras. Y, en segundo lugar, la muy impropia referencia a la teoría del margen de apreciación. Con razón, la reacción del mundo académico fue unánime al refutar tal vínculo, por tratarse de una doctrina que fue declarada en el ámbito de la Corte de Estrasburgo, pero que nunca fue bien recibida por la Corte de San José.

Sin perjuicio de ello, detrás de estas afirmaciones, hay una no declarada, pero profundamente errada convicción de que, en los gobiernos democráticos, no se violan los derechos humanos. Y claro, es posible decir que no hay desapariciones forzadas; pero existe un amplio catálogo de otros derechos que son sistemáticamente vulnerados o puestos en riesgo, no obstante tratarse de un gobierno elegido en las urnas.

Y finalmente, la Declaración hace un llamado a que, en el ámbito de las reparaciones decretadas por la Corte, se guarde una debida proporcionalidad, y se respeten tanto los ordenamientos constitucionales y jurídicos de los Estados. Nuevamente, la Declaración equivoca el camino al desconocer el principio asentado desde la Sentencia de la Fábrica de Chorzow, de la antigua Corte Permanente de Justicia Internacional (1928), de reparación integral del daño causado por un hecho constitutivo de responsabilidad internacional. Y, por otro lado, pretende anteponer las disposiciones del derecho interno, para excusar el incumplimiento de una obligación internacional, nuevamente en abierta contradicción con el principio consagrado en el artículo 27 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados (1969).

En conclusión, resulta imprescindible reclamar consistencia y participación democrática a nuestras autoridades, en las decisiones que comprometen a Chile en el ámbito internacional. Y por su parte, recordar que la suscripción de tratados internacionales que reconocen competencia a órganos jurisdiccionales, supone que, sus resoluciones, de algún modo afectarán o incluso desconocerán lo resuelto previamente por tribunales internos. Esta no es una renuncia a la soberanía, sino una forma de ejercicio de la misma, moderna y consistente con los más altos estándares en materia de derechos fundamentales.